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El día amanece con lluvia y la niebla esconde la majestuosidad del Espigüete, pero no hay piedad para los más de 200 corredores que deben coronarlo. Miguel Heras, director de carrera de la Riaño Trail Run y uno de los mejores corredores de España, sube a primera hora a la cresta más emblemática y peligrosa de la Montaña Palentina y da luz verde: es un chirimiri y el fuerte viento seca en un suspiro la piedra caliza. Lo experimentan sus conejillos de indias pasadas las 10 de la mañana cuando la imponente pared sur –1,78 kilómetros al 41,5% de pendiente media– desemboca en el precipicio. Y Jesús Gil, nada menos que un campeón de España en la distancia ultra y ganador el viernes de la primera etapa, dice que no pasa. Que ese mirador estrecho, con cientos de metros de caída, es el límite para su vértigo. Va primero, pero se da la vuelta. Así es cómo la leyenda de un pico temible sumó una víctima ilustre.
El Espigüete protagoniza la etapa reina de una de las carreras más exigentes de España con un recorrido de casi 22 kilómetros y unos 1.900 metros de desnivel positivo. Valverde de la Sierra, una modesta localidad leonesa que recibe a los corredores con su centro cultural vestido de bar y vecinos con algún que otro botellín, aunque sean las ocho de la mañana, plantea la ruta de ataque más directa a la montaña, que inicialmente se asaltaba desde Velilla de Carrión, lo que requería un kilometraje excesivo por una pista larga que elevaba demasiado la factura física. El apretón de subir y bajar a 2.450 metros de altitud en poco más de 10 kilómetros es suficiente como para añadir distancia.
La Riaño Trail Run está dividida en dos modalidades: los que hacen las tres etapas –suman los 36 kilómetros del viernes por Picos de Europa y los 26 de hoy alrededor del Gilbo– y los que solo hacen las dos últimas. Mediaron 15 minutos entre ambas salidas, algo que propició una hilera infinita junto a la pared sur una vez que, superando el quinto kilómetro, un giro a la izquierda desvela la magnitud del desafío. El avance es tan lento que un dron podría contar por decenas a los penitentes que inclinan las manos sobre las rodillas para dar una zancada más. Porque la pendiente media del tramo se rebaja gracias a una primera parte más sencilla: en el tramo final se suben 500 metros de desnivel en un kilómetro. La división no miente: un 50%.
Después viene la cresta, un itinerario que pone sobre la mesa los miedos, el riesgo que cada cual está dispuesto a asumir por vencer al tiempo. La pared, con su brutal pendiente, ofrece el consuelo del resguardo contra el viento, pero acabarla es como activar un ventilador industrial. El primer consejo es liberar las manos porque harán falta –hay un paso que si tuviera algún metro más obligaría a usar cuerda en el que un voluntario dice a cada corredor en qué recoveco poner el pie y alza su trasero si es necesario–, así que los bastones que muchos usaron van la mochila. Y Gil dijo que no se la jugaba porque aspira a una nueva corona en el Campeonato de España de Somiedo.
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Adrián García González
Heras esperaba en el punto crítico, pero no trato de convencer a Gil, que se quedó sentado, pensándolo, escuchando a un voluntario que se ofrecía a acompañarle. Para entonces, Julen Fernández, que ya venía recortándole en la pared, se pone al frente y no negocia su liderazgo rumbo hacia una victoria fugaz: 2h53m07s. Mejoró en casi cuarto de hora el registro de la edición anterior, marcada por el calor. También lo hizo Lucía Ramírez: 3h37m20s. Mientras esperaba, Gil vio caer una roca gigante por la canal que contuvo su respiración. No hubo víctimas, pero hubiera sido imposible evitarlo. Al final, el manchego baja por el mismo lugar por el que suben los mortales, una escena que alimenta sus miedos. ¿Cómo atreverse a seguir si un profesional está deshaciendo su camino? Siete participantes más dejaron la prueba y otros 11 cruzaron la meta después del límite de las seis horas.
En una prueba que suma presencia internacional cada año porque el pavor al Espigüete traspasa fronteras, el canadiense Craig Lawson fue uno de los que se dio la vuelta. Visitaba España para hacer el Camino de Santiago, buscó una carrera que coincidiera con su viaje y se subió al avión. Solo unos días antes descubrió a lo que se enfrentaba. Un físico voluminoso, fuerte de tren superior, que esperaba un simple sendero y descubrió un infierno.
Tras la cresta, esperaba una bajada de 3,05 kilómetros al 33,2% de pendiente media. ¿Hasta qué punto fiarse de esos moles de piedra caliza tan inclinados en un día de lluvia? Es la diferencia entre correr o deslizarse por un tobogán al abismo. Heras tiene razón: la piedra agarra y la pérdida de altura aleja los vértigos. El siguiente reto es la paciencia porque lo peor está al final, con un kilómetro en que se pierden 396 metros. La ambulancia del parking de Mazobre se ve a vista de pájaro, pero es el avituallamiento que nunca llega, por mucho que los senderistas animen con generosidad al apartarse.
Rodillas destrozadas y mentes agotadas que aún tienen media carrera por delante. «De cero a diez de dolor de piernas, tengo 11. Y lo único que tengo son piernas», resumió Johana Torres, tras 6 horas y 23 minutos de agonía, con operaciones de colon, hígado y pulmón a las espaldas. Se puso un dorsal cuatro años después y tuvo la recompensa visual de primer orden, la cascada de Mazobre exhibiendo la fuerza de la naturaleza junto a la cara norte, la gran culpable de los que allí murieron haciendo alpinismo, recordados a través de una decena de placas. Gil no pudo evitar curiosear ese historial la noche anterior y la leyenda pudo con él.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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