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Mario Martínez Martínez opina que hablar de 'ciencia y tecnología de los alimentos' es no decir mucho, porque el campo y el potencial que abarcan estas palabras son enormes. Natural de Monzón de Campos, estudió Ingeniería de Industrias Agrarias y Alimentarias en el campus de ... La Yutera. Ahora investiga a caballo entre la universidad de Aarhus, en Dinamarca (su afiliación principal) y la de Purdue, en Estados Unidos; pero también mantiene algunos lazos con la Universidad de Guelph, en Canadá, en la que ejerció como profesor a renglón seguido del doctorado. En esa etapa formativa ahondó en el estudio de los cereales y de su transformación, precisamente. Por ello, de modo reciente, la asociación Cereal & Grains le ha distinguido con el premio al Mejor Joven Investigador 2020 a nivel mundial (Young Scientist Research 2020).
El galardón supone «una motivación añadida y un reconocimiento para todo el equipo», agradece él, pero sobre todo pide que no se deje de indagar. «Estamos en un momento clave y muy interesante para nosotros, una auténtica revolución en el mundo de los alimentos», analiza. «Multinacionales grandes no venden tanto como antes y se abren nichos de mercado para empresas más pequeñas», desarrolla.
Si se echa un vistazo al sector primario, Castilla y León cuenta con una gran riqueza y variedad de explotaciones agrícolas y ganaderas. Sin entrar en la industria alimentaria, que sería otro de los motores productivos en relación a la comida, el campo supone tradicionalmente una de las mayores fuerzas para muchas provincias. En Palencia, el 60% del territorio de la provincia son campos de cultivo –destinados principalmente a forrajes y a cereales como trigo, cebada o avena–, y más de un 6% se reparte entre pastos permanentes y prados, según el Observatorio Agroalimentario de Castilla y León de 2018. Sin embargo, ¿resultan rentables las posibilidades de provincia y comunidad?
«Diría que el problema es que, para estas materias, existe una desconexión entre teoría y práctica», opina Martínez. «En España, en general, no hay demanda de científicos porque no hay investigación, solo desarrollo de producto, es decir, copia de lo que ya funciona, lo que minimiza mucho el valor añadido de los productos», lamenta. Cree que «las empresas no creen en la investigación, su filosofía es muy conservacionista», y asegura que la conciencia social en el país tampoco «le da importancia» respecto a otros países en los que ha trabajado, en los que es «clave para el desarrollo». «Con el coronavirus se empieza a valorar más lo que se puede hacer con la ciencia, pero solo un poco, y podríamos olvidarlo, pasada esta crisis», advierte. Denuncia falta de infraestructuras e inversión pero, sobre todo, puentes entre universidad y empresa.
Quizás la fórmula de la eficiencia sí que tenga que ver con la investigación aplicada. Se considera que las mejores universidades del mundo en Ciencia y Tecnología de los Alimentos son las de Jiangnan (China), Wageningen (Países Bajos) y la Universidad Agrícola de China, que encabezan el podio del ranking académico de Shangái para 2020. Si compara formaciones, considera que la base de las universidades españolas en ingeniería agrícola y ciencia alimenticia se revela como «más sólida que en otros países. Mi experiencia en Palencia fue buena: mi base fue la suficiente para no tenerle miedo a nada», remata.
«La revolución viene promovida por los intereses de los consumidores, que quizás piden que nos planteemos cómo sustituimos los azúcares, por ejemplo; pero también la promueve la necesidad de que los productos sean sostenibles para el medio ambiente», constata. Ya hace años, la revista Science calculaba que para mediados del siglo XXI habría más de 9 billones de habitantes en el planeta. Martínez cuenta que la exigencia de conciliar productividad con sostenibilidad es el presente y se traduce en objetivos como desarrollar envases a partir de plantas. Y es que en este campo de conocimiento se cruzan biología, química o psicología, todo para responder a preocupaciones crecientes en Europa y en el mundo, como la de qué proteínas podrían consumirse para 2050. «Ahora nos preguntamos cómo nos alimentaremos en 30 años», asegura Martínez.
Con un máster de Calidad, Innovación y Desarrollo de Alimentos, que también cursó en el campus palentino de la Universidad de Valladolid (UVa), este experto se dedica ahora a la labor docente y a varios proyectos. A sus alumnos siempre les señala que, aunque los alimentos sean baratos, «su matriz es muy compleja». Una de sus líneas de investigación actuales analiza la estructura molecular de carbohidratos glicémicos, como el almidón, para poder disminuir su asimilación durante la primera digestión. Otra, en cambio, repasa polifenoles flavonoides (compuestos químicos que segregan las plantas para defenderse) con el objetivo de averiguar cómo se pueden usar sus beneficios para disminuir la absorción de glucosa.
Las posibilidades, reitera, son extensas. Martínez Martínez habla de compañeros dedicados al reto que supone conseguir cultivos resilientes, pero también a otras innovaciones, como la de crear 'carne limpia', es decir, producida a través del cultivo de células, en lugar de con matanza animal. En otros grupos se alejan de la ingeniería y trabajan con asuntos como las emociones que despiertan ciertos alimentos en los consumidores.
A pie de supermercado, la revolución de los alimentos también pasa por nuevas tendencias y hábitos alimentarios adquiridos por salud, apariencia física o ética. ¿La disponibilidad? Normalmente sujeta a cierto coste añadido. En otras palabras, productos para dietas sin gluten, sin lactosa o bajas en azúcar, pero también opciones ecológicas y de comercio justo, así como veganas o vegetarianas.
Algunos estudios, como el de Norte Navarro y Ortiz Moncada sobre la dieta española en 2011, señalan que la calidad en la alimentación de las personas aumenta, entre otros, con un buen nivel socioeconómico. En este caso, los grupos estudiados que se nutrían de directivos de empresas o empleados administrativos contenían a más gente con buenas dietas que en el caso de los grupos de personas con economías ajustadas. Así las cosas, ¿una buena alimentación será un lujo en años venideros?
«Hay productos más 'premium' por los que a alguna gente no le importa pagar, pero la mayor parte de los consumidores no está dispuesta a ofrecer más dinero porque el envase sea biodegradable, de modo que para los avances en alimentación tenemos muy en cuenta el precio», observa el experto. «El margen es mayor si se trabaja para farmacia, cosmética o biomedicina, pero intentamos que con la comida la investigación no suponga una subida».
En el polémico asunto de la comida modificada genéticamente –cuyo debate suele girar en torno a la seguridad de consumirla a largo plazo–, Martínez marca en primer lugar una diferencia clara entre lo que implica recurrir a la ingeniería genética y a los transgénicos o echar mano de la nanotecnología. Lo primero lo simplifica como «jugar con genes»; y lo segundo, como «trabajar con cosas pequeñas». «Sin ir más lejos, las fibras de celulosa presentes en las paredes celulares de las plantas son nanométricas, aunque sean naturales», recuerda. De todos modos, respecto a los transgénicos recomendaría «no irse a los extremos». Su implantación descuidada puede llevar a la pérdida de la biodiversidad de la mano de «supercultivos que lo aguantan todo», pero el investigador también refiere que, con el suficiente estudio, los transgénicos pueden convertirse en solución y beneficio. Apoya sus palabras en el ejemplo del arroz dorado, que ha servido para «salvar de la escasez a mucha gente».
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