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césar morales
Miércoles, 10 de diciembre 2014, 14:09
Como solíamos desde hacía muchos años, las pasadas Navidades estábamos realizando una travesía invernal. Ese 29 de diciembre no quedaba mucho para que el sol dejara de calentarnos. La noche la habíamos pasado a más de dos mil metros y sabíamos que, en cuanto se pusiera el Astro Rey, la temperatura bajaría drásticamente. Aquella madrugada, Gonzalo, mi compañero de aventuras, me había despertado porque al intentar beber de su cantimplora lo único que había conseguido era mover un sólido bloque de hielo. Yo había metido mi botella dentro del saco, así que le pude ofrecer un trago que compensó en parte mis ocasionales ronquidos. Aunque no sobraba tiempo, el día despejado nos proporcionaba margen más que suficiente para llegar a nuestro destino. Aun así, para no tentar a la suerte, decidimos empezar a descender y dejar la afilada cresta que sirve de separación a las vertientes de los ríos Carrión y Pisuerga. Para que el lector se haga una idea de las condiciones del terreno, diremos que la falta de precipitaciones y el frío de las horas nocturnas habían compactado en gran medida la nieve. Los crampones se clavaban con facilidad y aunque las doce puntas de acero penetraban lo justo, la sensación era de seguridad. Cortando en diagonal la ladera oeste del alto del Tío Celestino nos faltaba poco más de media hora para alcanzar el pozo de las Lomas. La belleza del entorno hacía desear permanecer allí rozando el cielo. Poco sospechaba yo que, si no llegan a intervenir los increíbles profesionales del Grupo de Rescate y Salvamento de la Junta de Castilla y León, mi temerario deseo se habría hecho realidad.
Según mi compañero, en un momento dado me detuve para señalar que había que extremar las precauciones; el manto blanco tenía mal aspecto en el tramo que nos disponíamos a cruzar. Aquellas podrían haber sido mis últimas palabras porque, súbitamente, empecé a caer por un inclinado tobogán que, muchos metros más abajo, terminaba en una sucesión de rocas que las pocas nieves caídas habían dejado al descubierto. Les ahorraré los detalles, digamos que si aquellas piedras hubieran sido un campo de minas, lo habría dejado lo suficientemente limpio para que pasara una compañía de infantería a paso ligero. Desde la punta del pie, hasta la cabeza, me rompí innumerables huesos, según uno de los rescatadores: «enumerar las lesiones era como leer una larga lista de la compra».
Gonzalo, con enorme coraje, comenzó a descender lo más directo que pudo hacía donde había quedado tendido. Después de casi quince minutos, y ya próximo a mi altura, gritó por enésima vez mi nombre. Sorprendentemente, empecé a moverme. Instantes después, muy preocupado por mi estado, se dispuso a evaluar los, llamémoslos, desperfectos. La imagen de lo que se encontró habría hecho temblar al mismísimo capitán Ahab, pero mi amigo supo sobreponerse. Para añadir un poquito de pimienta a la situación, a medida que iba recobrando la consciencia, un atávico mecanismo de supervivencia que los especialistas llaman disociación hacía que yo insistiera en que no había pasado nada y que podíamos salir andando de allí. Con un par.
La verdad es que pintaba muy feo, la gravedad de las lesiones, las dificultades para llamar (el intenso frío había hecho que el teléfono de Gonzalo se quedara sin batería) y la lejanía del pueblo más cercano parecían estar inclinando la balanza hacia un fatal desenlace. El caso es que después de una concatenación de sucesos que tuvieron a partes iguales dosis de determinación (Gonzalo, ante la imposibilidad de utilizar su terminal, había decidido partir en busca de ayuda) y suerte (a los pocos minutos de empezar la marcha se tropezó con mi móvil que estaba plenamente operativo), fue posible realizar una breve llamada al 112. Esta comunicación puso en marcha una maquinaria perfectamente engrasada de la que todos nos debemos sentir orgullosos y yo, además, especialmente agradecido.
Un infatigable equipo de cuatro personas que aquel mismo día había realizado tres rescates de alta montaña, sin dudarlo un momento (a pesar de que eran conscientes de que, probablemente, cuando llegaran, la persona a la que iban a auxiliar ya no los necesitaría y que, si la suerte no acompañaba, velarían un cadáver durante la gélida noche), parte desde Alcazarén, donde tiene su base el helicóptero de rescate. Como gentes duchas en el oficio, bien entrenadas y amantes de la montaña elevan decididos el vuelo en un helicóptero que llaman «el Rebeco» (un Eurocopter AS-350B3). En poco más de 45 minutos alcanzan la zona en la que el informe del que disponen sitúa el accidente. En realidad, las coordenadas facilitadas son confusas y comienzan la búsqueda en un valle cercano, pero en la vertiente contraria a la que nos encontrábamos. Prueba de que conocen el terreno en el que se mueven, al no localizarnos donde esperan, recomponen la misión y se dirigen al punto que según su experiencia es más probable que estemos. Y ¡blanco!, por debajo de su nueva posición ven a alguien haciéndoles señales con un trozo de una manta de supervivencia de color naranja chillón. Era Gonzalo que, al oír la máquina voladora, cortó un pedazo del cobertor de emergencia que llevaba en mi equipo para llamar su atención.
Juan Carlos y Óscar, bomberos de profesión, de Burgos el primero y de Valladolid el segundo, saltan desde el patín de «el Rebeco» en una zona próxima y se dirigen con el equipo de socorro al lugar en el que estábamos. En el aire quedan Gustavo, el piloto, y Álex, el operador de la grúa del moderno ornitóptero. Los que pisan el suelo, al verme incorporado y consciente, piensan que, afortunadamente, no estoy tan mal. La cosa cambia cuando me quitan el gorro y contemplan el desaguisado. Gonzalo les describe la larga ruta de caída. Allí, entre las piedras, pueden ver los regueros de sangre que dan fe de la magnitud del testarazo. Sin dilación realizan un vendaje para dar soporte a la estructura del cráneo, me colocan un collarín, me enchufan al oxígeno y me pasan a un colchón de vacío; en el argot: «me empaquetan». La médica que me atendió en primer lugar comentaría, meses después, que habían hecho un estupendo trabajo. El caso es que, una vez asegurado en aquella extraña camilla, me pudieron izar al helicóptero utilizando una grúa corta. Gustavo adelantó el cíclico (inclinó el morro) y tiró del colectivo (metió gas a la turbina) poniendo rumbo a la localidad de Guardo donde me esperaban para estabilizarme y trasladarme al hospital. Mientras, Juan Carlos y Óscar se quedaron con Gonzalo ayudándolo a recoger el material; minutos después, los tres iniciaron el descenso. Por suerte, a pesar de la proximidad del ocaso, el helicóptero pudo recogerlos y sacarlos de la montaña.
Afición antigua
Ya les he comentado que mi afición por el monte viene de mucho tiempo atrás. En realidad, no recuerdo la primera vez que mis pies hollaron esos agrestes paisajes pues mis padres me llevaban por allí antes de cumplir un año. Espigüetes, Curavacas o Almanzores, en invierno y verano, han sido para mí destinos recurrentes a lo largo de casi tres décadas. En los corredores, crestas y cimas parece que el lazo que nos une a la naturaleza sigue vivo, que el tiempo se detiene, que nada cambia. Sin embargo, ahora soy consciente de que, sin romper esa armonía, algo sí ha cambiado. Desde hace ocho años, unas personas que aman su trabajo y que se esfuerzan constantemente para superarse, velan por nuestra seguridad. Gracias a ellos puedo escribir estas breves líneas de admiración y reconocimiento. Lo hago con mi brazo izquierdo, porque, al derecho, todavía le queda por delante una larga recuperación. Estoy seguro que, no hace tanto, otro, posiblemente en mi memoria, habría tenido que contarles esta historia.
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