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Hay una parte filosófica en las películas o series de zombis, más allá de la casquería del género. En algún momento, la necesidad de sobrevivir se impone a las pautas morales que llevamos grabadas a fuego como seres sociales que presuntamente somos y el protagonista ... tiene que decidir qué hacer. O quebrar esas normas, lo que lleva al sentimiento de culpa y al remordimiento pero también, ahí está la clave, a sobrevivir; o seguir las normas a riesgo de palmar. Generalmente en esos casos el peligro no lo representan los zombis, pobre gente, que ya no tienen alma ni sentido crítico, solo gula de seso fresco, sino otros humanos inmersos en la misma lucha por seguir vivos.
Esto, en la tradición filosófica que a este paso nunca estudiarán nuestros hijos en sus currículos educativos, es la vieja dicotomía entre 'el hombre es bueno por naturaleza' (Rousseau), lo corrompe la sociedad, y 'el hombre es un lobo para el hombre' (Hobbes). Hay grises, como en todo, pero hoy que vivimos un examen de supervivencia global me inclino más por el parecido del hombre a un lobo cainita y traidor a su manada.
La secuencia es esta. Aparece un virus que se esparce por el orbe y que mata con especial saña a las personas más vulnerables. Los científicos, mientras buscan una solución mejor, nos dan unas pocas pautas de seguridad: lavarse las manos, guardar una distancia de seguridad y ponerse una mascarilla. Todo inocuo y fácil de seguir con un mínimo de responsabilidad individual. Y el resultado son fiestas aquí y allá, celebraciones masivas, brotes continuos y una segunda ola llamando a la puerta. No somos todos, claro, pero así empiezan las películas de zombis y al final, cuando menos te lo esperas, ñaca, adiós cerebrito.
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