Observo las apariciones de virgen y mártir de Isabel Díaz Ayuso, esa mujer de mirada ida, que me pregunto qué pensará de su pasada vida, del trayecto recorrido, como el viejo río Tajo cuando entra en Portugal, que decía Camba. «¿No encontrará, quizá, que ha ... sido demasía áspera y ruda?» Pero el Tajo «no tiene preocupaciones filosóficas», razonaba.

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A Ayuso, como a sus congéneres de esta cosa llamada con poco respeto 'La batalla de Madrid', la filosofía le trae al pairo. Aunque el itinerario haya sido y sea agrio y lleno de espinas. Más bien le inquieta que sus rivales dejen de atribuirle la culpa de todo lo que pasa, que es una forma extraordinaria de tener visibilidad y encaminarse martirizada a la mayoría absoluta.

Ayuso es el 'Islero' que mató a Manolete, el Cardeñosa que falló el gol. Y lo peor: es Yoko Ayuso. Partió a los Beatles y nos parte el alma cada vez que desoye y contraría al Gobierno y a su ignoto comité de expertos, unos sabios y druidas que fueron a buscar plantas al bosque y desaparecieron. Yoko Ayuso es así, una desobediente, entre las sábanas de la cama de la coalición. Porque cuando éramos chavales siempre que no encontrábamos a quien atribuir algún mal decíamos que la culpa era de Yoko Ono. Ella se había cargado la unión de los cuatro de Liverpool y eso es un pecado difícil de perdonar, de los que por mucho arrepentimiento que muestres no te absuelve ni dios.

A Yoko Ayuso le buscan pecados hasta con candil. Es su preocupación filosófica a falta de propuestas. Y le encuentran algunos, mientras ella no echa la culpa al chachachá, sino al chotis en el que le han prometido hacerla emperatriz de Lavapiés y de todo Madrid.

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