Día de la Constitución, plaza de Santa Teresa en Ávila, mediodía. Intento recordar a quién he leído u oído que la conciencia suele ser un señalamiento del otro, rara vez una iluminación del propio yo. No lo consigo. No es que yo sea un zumbado, ... un perturbado que entre revolcona y torrezno, entre cuchifrito y yema de la santa, piense en ese tipo de cosas, me coma la cabeza con esas cuestiones metafísicas. Dios me libre. Yo, como ustedes, voy preguntándome si dejará de llover, si este restaurante merecerá la pena, si encontraré atasco o si la gente volverá antes para ver el partido de España. Y hete aquí que, de pronto, me encuentro con un tenderete de Vox.

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Antes me cruzaba con muchos viandantes que llevaban banderas de España, pero lo atribuí a un inusitado furor constitucional. O al fútbol, que todavía no habíamos perdido. Pero no, las gloriosas enseñas eran de Vox, que las repartía entre sus simpatizantes, que eran muchos, se daban abrazos y miraban desafiantes y satisfechos un poco más allá, al tenderete que el PP tenía a pocos metros. Estos, sin gente, parecían mustios. Diríase que acababan de perder unas elecciones. Pero era su presencia, la del PP, la que otorgaba identidad a los ultraderechistas.

Era la diferencia con el otro –muchos voxeros lucían ese rictus pavorosamente nostálgico de lo más negro de nuestra Historia, de cuando Arias Navarro hizo la mili– lo que les hacía existir. La reivindicación es siempre frente al otro, anhela eliminar al otro. Dos partidos en Ávila celebrando la Constitución, Vox y PP. Hubo, 'in illo tempore', un partido, Alianza Popular, que no la votó. El restaurante no merecía la pena. Y no dejó de llover.

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