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Comprender que todo lo anterior han sido aproximaciones al amor puede ser una epifanía a los cuarenta. Atrás quedan los naufragios y aquellos paseos por el amor y la muerte, como en aquella maravillosa novela del neerlandés Hans Koning y que llevó John Huston a ... la gran pantalla. Unamuno, al que Amenábar acaba de poner de moda –él es el cineasta que convierte en celuloide una Hipatia de Alejandría o un Henry James con la Kidman, según vea la cosa de comercial–, decía que «el amor no quiere ser agradecido, ni quiere ser compadecido; El amor quiere ser amado, porque sí y no por razón alguna, por noble que esta sea».
Es decir, que el corazón tiene razones que la razón no entiende, que diría Pascal, que sabía mucho de matemáticas, construyó calculadoras mecánicas, se enamoró y se tomó los hábitos, cosas muy frecuente cuando a uno le sale el tiro por la culata.
El hombre es el único animal que mata lo que ama –si exceptuamos la mantis religiosa o la viuda negra–; nos hemos equivocado muchas veces en el amor, quizá demasiadas, porque tras el encuentro cálido venía el cuchillo de la noche y el olvido. Algunos ya no tenemos memoria… o solo a corto plazo: vean si no '¡Olvídate de mí!', de Michel Gondry, en la que un agonizante amoroso, Jim Carrey, pidió a un laboratorio que le fueran borrados los recuerdos con su ex Kate Winslet. Porque es la crueldad, el egoísmo y la deshumanización la que lleva a «matar» al otro, apenas sin esfuerzo: basta con tomar conciencia a partir de un día que aquel a quien prometimos amor eterno, ha dejado de existir.
Entonces su vida se dispersa, se quema en un incendio de recuerdos… Una ex nos dijo que ella quemaba las fotos de sus novios cuando rompía con ellos, otra las «reaprovechaba» para los periodos en que saltaba de una cama a otra, otra disfrutaba con las rupturas porque se excitaba con esa emoción fuerte que nace de la destrucción del otro (se le llama sadismo)… De todo hay en la viña del Señor. «Yo el amor lo vivo como me sale del coño, profe», nos dijo una alumna el otro día, en una pirueta inflamada de vibrante metáfora.
Un día vuelve San Valentín para quedarse, voluntarioso y sonriente, elegante y con polainas, con la cara de George Rigaud. Quizá un viaje o un encuentro fortuito, en una cena con amigos, mientras las sombras de la pasión se proyectan hacia el techo y se cruzan los pies por debajo de la mesa. Ese primer contacto de la carne y el alma que nace inopinadamente, de forma mágica y arbitraria, nos sobresalta y nos redime de todo lo anterior. Bécquer lo definió muy bien: «Los invisibles átomos del aire/en derredor palpitan y se inflaman;/(…) rumor de besos y batir de alas/(…) ¡Es el amor que pasa!». Es un proceso secreto por el que el amor siempre florece de anteriores cenizas. Vuelve, pues, San Valentín.
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