Dentro de una semana a estas horas del miércoles todos estaremos aún medio dormidos después de una noche en vela esperando el resultado de las elecciones en los Estados Unidos. Al menos esto es lo que ocurría en ocasiones similares de un pasado de cuatro ... años que se nos han vuelto eternos. Habrá, qué duda cabe, algunos que estarán rezando por la victoria de Donald Trump. Pero sin necesidad de leer las encuestas, que dan como favorito a Joseph Biden, tengo la seguridad de que la inmensa mayor parte de los nueve mil millones que poblamos este planeta, lo que nos hará sentir felices es que pierda y que en enero le veamos alejarse de la Casa Blanca desde donde tantos problemas originó en el mundo.

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Quedan siete días de espera y de cierta duda. Anticipar una previsión electoral en un país de trescientos millones repartidos en cincuenta Estados, cada uno con sus intereses económicos a veces enfrentados, su cultura discrepante ante el futuro de la humanidad, sus viejas simpatías y antipatías partidarias ancestrales y las diferencias en su composición racial siempre recalcitrante, es muy aventurado. Pocos países democráticos debe de haber donde son tantos los factores, empezando por los institucionales, para que nunca se pueda aventurar un resultado. La propia fórmula de que no sea el voto directo el que decida quien será el presidente impide hacer los pronósticos y aceptar los ajenos.

En lo que sí existe bastante coincidencia –más incluso fueron que en los propios Estados Unidos–, es en rechazar que Trump repita después de una legislatura repleta de sobresaltos y trastornos ante sus incongruencias, decisiones nefastas y sus desvaríos esperpénticos. Pocos dudan de que Trump es el peor presidente norteamericano desde que la Federación existe. Sus excentricidades, sus filias y fobias a diestro y siniestro, su imagen circense y su empeño por cargarse la estabilidad internacional para satisfacer sus pretensiones, tiznado siempre de un desprecio absoluto de quienes habitamos fuera de los EE UU, y a menudo incluso dentro, mueven a la risa y al rechazo.

Después de haberse llevado por delante el tímido atisbo de sanidad pública que existía, como lo reflejan las decenas de miles de víctimas del coronavirus que se fueron sin asistencia ni medidas claras de prevención, la pandemia está restándole atención a unas elecciones que nos afectan a todos. El martes es mucho lo que la sociedad mundial y cada ciudadano en particular se jugará. Los problemas o las ventajas de un resultado los sufriremos o ganaremos todos, pero quienes los propician con voto son otros, en realidad unos pocos. Al resto nos queda paciencia y barajar durante la vela.

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