La democracia se analiza a menudo desde la perspectiva de celebración de elecciones cada cuatro años o, como ocurre en España, cuando les viene bien a nuestros inquietos mandatarios. Así, la organización de comicios se convierte en un criterio para evaluar la vitalidad democrática de ... un país. Sin embargo, reducir la democracia a la organización de elecciones, por libres y transparentes que sean, equivale al ejercicio de pensar que uno es solidario por el mero hecho de compadecerse un día de un mendigo en plena calle Santiago de Valladolid mientras se hace un 'selfie'.
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El «solo se acuerdan de nosotros cuando hay que ir a votar» cobra cada vez más fuerza, de manera especial en esas zonas rurales y pequeñas ciudades de esta tierra que languidecen en el día a día y que ahora para muchos impostores parecen El Dorado. Situar a Castilla y León en el foco nacional puede incentivar la sensación engañosa de que somos importantes para todos esos excelentes oradores de palabra hueca, promesa con fecha de caducidad y ruedas de prensa sin preguntas que dicen lo mismo aquí que en Murcia o Cuenca, pero la triste realidad es que los hechos demuestran lo contrario. Baste recordar que, en solo una década, Castilla y León ha perdido 162.000 habitantes, como si de repente toda la provincia de Palencia hubiera desaparecido del mapa. Incontestable.
La duda no es si ir a votar o no el 13-F, la pregunta es: ¿votar para qué? Cuando la verdadera razón de peso para acudir a las urnas reside en que no gane el adversario es que, en realidad, todos hemos perdido.
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