La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con el alcalde de Madrid a su derecha, José Luis Martínez-Almeida, en el acto de clausura del hospital de Ifema junto a las últimas pacientes en salir del recinto. EP

Y el vivo al bollo

EL AVISADOR ·

«Hay prisa por vivir. Aunque sea por malvivir en un futuro inmediato, con la esperanza de vivir un poco mejor más adelante»

Carlos Aganzo

Valladolid

Sábado, 2 de mayo 2020, 08:54

Ahora resulta que tenemos prisa. «Un hombre que se permite malgastar una hora de su tiempo no ha descubierto el valor de la vida», decía Darwin. Y se diría que, de la noche a la mañana, para nosotros el valor de la vida ha dejado ... de estar en la muerte. in solución de continuidad, las imágenes de los sanitarios van cediendo paso a las de los ministros de economía y de trabajo. Y la cifra de los 281 muertos de ayer compite ya con otras más acuciantes: el 9,2% de la caída del PIB. O el 29% de parados, otra vez, al cierre de este macabro 2020. Sin haber tenido la delicadeza de decretar el luto nacional, mantenemos ahora debates infinitos sobre distancias sociales, aforos en restaurantes, estadios y coliseos, franjas horarias, número de ocupantes en un vehículo, fechas para la apertura de las fronteras provinciales… O nos indignamos por tener que aguardar media hora a la puerta de un supermercado mientras el alcalde de Madrid y la presidenta de esa comunidad se fotografían en loor de multitudes, muy apretaditos con los sanitarios que cierran el hospital de Ifema como si cerraran un mal sueño. El vivo al bollo. Hay prisa por vivir. Aunque sea por malvivir en un futuro inmediato, con la esperanza de vivir un poco mejor más adelante.

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Hay prisa por saber de una vez cómo es ese otro mundo que nos espera detrás del cautiverio. Por hacer cuentas no solo de los seres queridos que hemos perdido, sino también de los seres por querer que nos aguardan detrás de las distancias. «No creo que salgamos mejores de esta crisis», dice el pintor Antonio López, que se consuela pintándose a sí mismo cuando era un niño. Y tiene razón: las mascarillas nos hurtan la sonrisa y nos deforman la cara, es decir, el alma. Y un mundo con mascarilla necesariamente no puede ser un mundo mejor.

Los mayores, que se han marchado por miles estos días viendo el mundo temblar, no se han ido conformes. Pero no únicamente, como muchos piensan, por morirse solos. Estoy seguro de que para una buena parte de ellos en los momentos finales su mayor inquietud ha sido la de pensar qué mundo estaban heredando los que venían detrás. Para los que seguimos en pie, sin duda ésa es ahora nuestra mayor preocupación. Ver hasta dónde podrán resistir esas nuevas generaciones, que ya son varias, que nunca alcanzarán la calidad ni la esperanza de vida de sus padres. Por más que sueñen con una legión de robots trabajando para ellas.

«Somos como bloques de piedra, a partir de los cuales el escultor poco a poco va formando la figura de un hombre, los golpes de su cincel que tanto daño nos hacen también nos hacen más perfectos», escribió CS Lewis. Ahora, la única esperanza de que tanto dolor sirva para algo está en que las horas perdidas se transformen, de alguna manera, en un nuevo impulso para la humanidad. Una humanidad que viaje, que comparta, que se toque. Se lo debemos a nuestros mayores, como les debemos ese duelo que nos han robado al tiempo que nos robaban el mes de abril. Y, de momento, el de mayo. Pero sobre todo nos lo debemos a nosotros mismos.

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