Vacunaciones contrra la covid en Murcia. Marcial Guillén / EFE

Vivir con el enemigo: equívocos y errores ante la pandemia

«Es paradójico también que, a la vez que determinados gobiernos se plantean o declaran la obligatoriedad de la vacunación, otros produzcan la sensación de tener asumida la decisión de no prescribir nuevas restricciones o –incluso– retirarlas por completo»

Luis Díaz Viana

Valladolid

Sábado, 29 de enero 2022, 00:24

Ahora que vamos camino de los dos años de pandemia, puede decirse que da la impresión de que pocas veces –en la historia reciente– tanta información desinformó tanto. Pocas veces las raras certidumbres que creíamos tener se volvieron tan rápidamente inciertas. Y, en escasas ocasiones, ... los líderes políticos llegaron en tan corto tiempo a contradecirse de tal modo, por más que entre ellos no resulte infrecuente acabar haciendo lo contrario que habían anunciado que harían. Muchos emplearon un discurso y un lenguaje belicistas, propios de una guerra frente a una agresión exterior al estilo de otra época. La experiencia ha demostrado lo equivocado que era ese enfoque, pues el enemigo estaba dentro y –además– formaba ya parte de nosotros. De aquel relato se ha pasado a otro según el cual habremos de acostumbrarnos a vivir con el virus.

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Pero no es esta, con todo, la mayor y más evidente paradoja: hay otras. Por ejemplo, que –desde algunos medios y a través de ciertas portavocías más o menos oficiales– se nos presentara la vacunación masiva como la principal (si no única) solución contra el contagio. Cuando, sin embargo, los verdaderos expertos advertían de que no se trataba –aún– de vacunas esterilizantes que nos hicieran inmunes. Se habló, no obstante, de que entre quienes, infectándose, crearan anticuerpos y los que estuvieran vacunados alcanzaríamos pronto «la inmunidad de rebaño». No ha sido exactamente así. Fue conmovedor (y algo preocupante) ver por televisión cómo las primeras ancianitas vacunadas salían exultantes de los pinchazos inaugurales, puesto que se hallaban totalmente convencidas de que –por fin– podrían abrazar sin miedo a sus seres queridos.

Es paradójico también que, a la vez que determinados gobiernos se plantean o declaran la obligatoriedad de la vacunación, otros produzcan la sensación de tener asumida la decisión de no prescribir nuevas restricciones o –incluso– retirarlas por completo. Consideremos el caso del Reino Unido. Y, en este sentido, debería ser lo esperable que aquellos dirigentes que aplicaron confinamientos radicales y duraderos a sus ciudadanos ofrecieran –luego– algún tipo de excusas. Porque no se compadece con la realidad haber abogado, en un principio, por medidas extremas para terminar reconociendo que el malhadado virus sigue –y seguirá– aquí.

Es la gran paradoja de una obligatoriedad disimulada de la vacuna, la cual conduce a que si uno no tiene la tercera dosis quede –por así decirlo– fuera de circulación, viendo restringidos sus derechos y vida como ciudadano. Lo que pretende hacer Macron en Francia. Mientras la mayoría de los gobiernos autonómicos y nacionales, con el de Castilla y León a la cabeza –en coincidencia con el nuevo giro del ejecutivo nacional–, han expresado lo que suena a un definitivo adiós a restricciones y confinamientos. La vía británica, en suma (aunque no sea demasiado ejemplar). Que, en el fondo, remitiría a la que fue la estrategia de Noruega. Solamente que allí sí que se mantuvieron unos mismos criterios desde los comienzos de la pandemia.

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Equivocada o no, se continuó con idéntica táctica a lo largo de este par de años, sin confinamientos ni apenas restricciones impuestas, aunque no faltaran las recomendaciones por el lado de las autoridades sanitarias y políticas. Hubo confianza en la comprensión de los ciudadanos y se puso en práctica el parecer científico de un organismo que es independiente del gobierno y cuyos designios éste suele acatar. Conforme a aquel, salir del confinamiento traería tantos problemas como beneficios el establecerlo.

Ha habido contagios y muertes, que son siempre demasiadas y se aprecian más en un país no muy poblado. Y, cabría concluir, que –en resumidas cuentas– a los ciudadanos suecos no les ha ido ni mejor ni peor que en otras naciones del entorno europeo; pero hay que aceptar que se ahorraron los efectos negativos de confinarse y de sufrir unas disposiciones restrictivas que, en bastantes lugares, han incidido de manera fatal en el funcionamiento y economía de un país. No ha de extrañar, pues, que la gente se encuentre perdida y no crea –hoy– prácticamente en nada.

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