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En la entrevista que mantuvieron el lunes Sánchez y Casado, el líder de la oposición trató de convencer al presidente del Gobierno de que desistiera de su política de seducción hacia el independentismo catalán, renunciara a la mesa de gobierno y a la reforma del ... Código Penal y se plegara a la estrategia popular, que al parecer consiste en la aplicación rigurosa y estricta de la ley, con la mayor dureza, sin dejar resquicio alguno a la política en el Principado y sin preocupación por el incendio que podría provocarse al estallar la presión reconcentrada.
Aznar convirtió la cuestión catalana en un polvorín, como lo demuestra el hecho de que el Pacto del Tinell, con el que se selló la formación del tripartito catalán que se proponía reformar el Estatuto de Autonomía –entonces nadie, o casi nadie, hablaba de independencia–, incluyera una anexo con una cláusula que excluía la posibilidad de cualquier pacto de gobierno o acuerdo de legislatura con el PP, tanto en la Generalidat como en las instituciones de ámbito estatal –en 2005, tanto Maragall como Carod Rovira reconocieron que aquella cláusula era excesiva y debía retirarse–. De cualquier modo, el PP, ya con Rajoy, se excluyó de toda intervención positiva en Cataluña y en febrero de 2006 llegó a financiar en Andalucía una abyecta campaña publicitaria contra el pacto que sustentaba el nuevo Estatuto catalán y lo consideraba un agravio para las demás comunidades autónomas, la andaluza en particular.
A partir de 2011, cuando Rajoy llegó a La Moncloa con mayoría absoluta, el Gobierno del Estado no mostró la menor receptividad a aceptar en lo posible las reclamaciones del nacionalismo catalán, en el poder en la Generalitat –no todas eran desaforadas e inatendibles–. En concreto, en septiembre de 2012 Rajoy daba un portazo a la propuesta de Pacto Fiscal que le había presentado el presidente de la Generalitat, Artur Mas, porque era «contrario a la Constitución». Cuando en realidad, aquella propuesta, desactivada con rotundidad, era sobre todo una invitación al diálogo, a la reforma de las reglas de juego, e incluso de la Constitución. El PP tenía todo su derecho a cerrarse en banda, pero la negativa le obligaba a encajar asimismo las consecuencias de aquel gesto inamistoso, que fueron las que fueron.
En noviembre de 2014 y en octubre de 2017 hubo sendas consultas ilegales, y tras la segunda se emitió una incompleta declaración de independencia, seguida de la aplicación terapéutica del artículo 155 de la Constitución y de la puesta en marcha de los correctivos judiciales correspondientes. El PSOE secundó al Gobierno en la adopción pero ello no fue, obviamente, un asentimiento global a la postura de Rajoy.
Tras la moción de censura que dio paso a Sánchez a La Moncloa, la estrategia planteada ha sido muy distinta: tras el 'procés', el Gobierno ofrece la negociación y el diálogo abiertos, dentro de los límites constitucionales pero sin otras condiciones que la integridad del Estado de Derecho, en busca de una gran mayoría en Cataluña que apoya una reforma transversal. Ello suponía dar protagonismo a la mitad de los catalanes que, siendo tan patriotas como la otra mitad, no quieren la secesión.
Muchos pensamos que este camino es arduo y somos escépticos sobre el resultado pero creemos que es legítimo emprenderlo. En todo caso, ya es una evidencia que un sector del nacionalismo que parecía irreductible ha optado también por esta solución. En estas circunstancias, el PP debería aceptar caballerosamente que esta vía es legítima, siempre que se mantenga intacto el imperio de la ley. En los años 70, el diálogo obró prodigios en este país, a pesar de los augures que pronosticaban que nos caeríamos por el despeñadero, y no tiene por qué ser ahora diferente. Con unas reformas que mantengan lo sustancial del modelo y que hagan más cómoda la instalación de Cataluña en el conjunto, es posible reconstruir el Estado de las Autonomías. Algo que nos interesa a todos, y también al PP, que algún día tendrá que gestionar otra vez el país.
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