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Yo creo que hay pocas cosas que un vallisoletano respete tanto como el vino. Es un vínculo que trasciende lo material para adentrarse en lo espiritual, en lo emocional, casi en el terreno de los afectos. El vino aquí no es solamente una bebida y desde luego no puede ser reducido a un mero conjunto de cualidades organolépticas, como si esto fuera, qué sé yo, la etiqueta de un bote de ensaladilla rusa. El vino es otra cosa. Da igual blanco, que tinto o rosado. Es algo cultural, antropológico e incluso artístico. En eso me recuerda a la Semana Santa, que nace de lo religioso pero que lo trasciende para llegar a lo etnográfico y lo social. Pues el vino parecido. Es una expresión del pueblo que no está para quitar la sed sino para otras cosas mucho más serias. Entre ellas, para formar identidad, para unirnos a la tierra, para relacionarnos con nuestra gente y para honrar a los que un día plantaron esas viñas. Y, en el caso de los vallisoletanos, todo esto nos hace sentir además una devoción ancestral, atávica y casi litúrgica. Y es lógico. Supongo que nos recuerda lo que somos: pan y vino, trigo y vid. Eso es lo poco que nos da esta tierra pobre y por eso la debemos respeto y agradecimiento. Al menos eso nos han enseñado nuestros abuelos: aquí se agradece a la vida con vino. Se me vienen a la cabeza mis abuelas que, aunque nunca bebían alcohol, cuando había algo que celebrar no perdonaban un vaso de vino en la mesa, casi era obligatorio. No tenía por qué ser un gran vino, pero tenía que ser vino. Era una especie de sacrificio, de ofrenda, algo muy serio y a la vez muy poco serio que conforma una expresión plenamente humana, la transformación de lo natural en lo intangible, lo vulgar en sublime. Pero sobre todo es algo que interpela a aquellas mesas humildes, que veían y siguen viendo cómo la sola presencia de una botella de vino decente es capaz de elevar la autoestima y la dignidad de toda una familia.
La cerveza tiene todo mi respeto. E incluso todo mi cariño, para qué vamos a engañarnos. Pero, qué quieren que les diga, yo veo derramarse una birra y no siento nada. Es algo casi indiferenciado, un líquido estándar que ni siente ni padece. Y, sin embargo, cuando se cae una botella de vino yo siento un dolor casi físico. Porque se caen a la vez las uvas, las barricas, las manos que podan, los riñones que vendimian y de alguna manera nos duele a la vez a tierra, los vientos, las lluvias y el sueño de tanta gente. Así que si en lugar de ver una botella derramada lo que vemos son miles de litros a la vez, yo siento como si algo vivo se estuviera desangrando delante de nuestras narices. Es una sensación de profanación de un espacio sagrado. Una persona a la que la robaron en su casa me decía hace no mucho que lo peor no fue que se llevaran la tele y las joyas sino la sensación de que esa persona pudo tocar su ropa, sentarse en su sofá, tumbarse en su cama, ducharse en su cuarto de baño y que sentía como si, de algún modo, todo estuviera ya manchado y sucio. Pues yo veo esos depósitos de Cepa 21 y me pasa lo mismo. Es como si la maldad total hubiera entrado en contacto con algo sagrado. Y cuando veo ese vídeo, con los tanques soltando vino como una hemorragia, siento cosas muy fuertes. Y no muy bonitas, claro. Porque demuestra las cotas de miseria que puede alcanzar el ser humano. Por supuesto que las cosas se resuelven de otro modo y, desde luego, la persona que lo haya hecho va a pasarse unos cuantos años en la cárcel pensándolo. Pero, hasta en el caso de que quieras hacer daño a alguien, creo que hay niveles, hay cosas que no se tocan y hasta los hijos de puta deberían tener códigos. Bien, pues el vino es una de esas cosas. Y el respeto a lo trascendente es uno de esos códigos.
Hablan de millones de euros en pérdidas económicas y no quiero ni pensar el daño que han podido hacer a esa familia, cuya empresa, que es una obra vital, podría haber sido barrida, con todo lo que implica para sus trabajadores, proveedores, distribuidores y para todos los que trabajan el campo. Pero ni siquiera eso es lo peor. Los sentimientos son libres y yo no puedo evitar sentir más dolor aún por el hecho de que, de alguna manera, se haya terminado con una especie de documento histórico, con una añada concreta que ya nunca será y que está condenada al olvido, como una falla en la meseta, como un árbol en cuyo tronco faltara un anillo.
Pues yo me niego. Les propongo que saquen al mercado las botellas vacías para que eso no suceda, para que no se olvide lo sucedido y para homenajear a todos los que pusieron su granito de arena para que ese vino tuviera vida. Y, sobre todo, para que la persona que lo haya hecho entienda que no solo no ha conseguido nada, sino que, en todo caso, ha logrado lo contrario. Para que vea que todos vamos a tener guardada una botella de Cepa 21 2023 vacía y que no solo la marca sino también la bodega y todas las personas que tuvieron algo que ver con la elaboración de ese vino son, de algún modo, abrazadas, recordadas y apoyadas por la gente de su tierra.
Aunque suene extraño, sospecho que la repercusión de esta salvajada tendrá un retorno para la bodega mucho mayor que los 2,5 millones de euros que han perdido. Creo que se ha generado una corriente de opinión favorable hacia la marca y una empatía tal que su notoriedad se ha disparado. Y tengo la sensación de que, además, esa notoriedad trabaja a favor del posicionamiento. Es decir, que todo esto no solo ha logrado que ese vino lo conozca más gente, sino que, además, lo esté conociendo unido a los valores que la marca quiere transmitir, es decir, calidad, origen, etc. Soy muy consciente de que todo esto suena a clavo ardiendo y en ningún caso quiero dar a entender que todo esto ha sido bueno para la bodega. Pero sí que me gusta pensar que esos salvajes no solo no han logrado su objetivo, sino que la vida, siempre tan sabia, sabe cómo dar la vuelta a las situaciones para que esa salvaje haya terminado con un tiro en el pie. Y el resto con la copa en alto y brindando por la vida.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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