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Nos reímos de la buena educación y nos escandalizamos de ver patanes entre nosotros. Con esta frase estaría, en realidad, casi todo dicho sobre el caso Rubiales, pero ese artículo ya lo ha escrito, con su brillantez habitual, Enrique García-Máiquez, y aunque estamos aquí ... para apoyar los buenos argumentos, aunque sean de otros, se espera también de nosotros que intentemos ver un poco más allá, y este asunto lo requiere. En efecto, Rubiales es un buen ejemplo de esa espontaneidad y tosca falta de autocontrol que llevamos décadas ensalzando como virtuosas en nombre de la naturalidad –con el programa de televisión 'Crónicas marcianas' de Sardá como primer buque insignia de la nueva cultura– y que ahora se ha reconvertido parcialmente en ese 'Sé tú mismo' como nuevo dogma social.
Se suponía que el límite era el respeto al otro, pero desde el principio quedó claro que este criterio debía aplicarse de forma flexible. Hasta que la corrección política y el feminismo entraron en escena y el campo de lo tolerable se fue estrechando. La polémica en torno al 'beso' de Rubiales evidencia que hemos llegado a un punto de no retorno en el que ya no cuenta la relevancia objetiva de los hechos sino tan solo su idoneidad para ser transformado en escándalo por la fábrica de relatos progresista, que tiene en el feminismo su expresión más exitosa. No es mi intención defender a Rubiales. Por lo que a mí respecta, el gesto a lo 'huevos de oro' con el que celebró el triunfo en el palco de autoridades evidencia una falta de decoro institucional que es mucho más grave que el beso. Si éste hubiera sido el motivo del acoso, este artículo no existiría o sería muy distinto.
Pero el caso es que no es así. Y que el motivo utilizado para su campaña de cancelación es un gesto seguramente inadecuado, pero de trascendencia ínfima, que ha sido magnificado hasta la náusea. Ciertamente, nadie se espera en un momento de celebración que le vayan a plantar un 'pico' en la boca, y, por descontado, Jenni Hermoso tampoco. Como no forma parte de lo habitual, podemos considerarlo confianzudo e incorrecto, pero la civilización consiste en perfeccionar y aquilatar los criterios morales, para medir y ponderar, que es justo lo contrario que ha ocurrido en este caso, y la razón de este artículo.
Reaccionar ante las faltas menores como si fueran pecados capitales es lo que caracteriza al integrismo, y ese talibanismo es lo contrario del progreso.En el momento de escribir este artículo veo que Rubiales se resiste a dimitir y que alega que el beso fue consentido. Se equivoca en su defensa; no hubo tal. Pero también deberíamos entender que el consentimiento no es un dogma absoluto que rija en todos los ámbitos de relación con los demás: quien me aborda por la calle no tiene mi consentimiento previo, como tampoco lo tiene la compañía de teléfonos que invade mi intimidad con su molesta propaganda. Y este escenario que nos ocupa está más cerca de estos supuestos que de aquellos relativos a las relaciones sexuales en los que, en efecto, todo debe ocurrir con la conformidad de ambos. Que la Fiscalía de Madrid vea un posible caso de agresión sexual resulta alarmante.
«Contra la violencia de género, tolerancia cero», proclamaba un célebre eslogan y ya entonces algunos advertimos que tolerancia cero es lo mismo que intolerancia y que la realidad no puede reducirse a fórmulas. Pues bien, ya estamos ahí, instalados en un peligroso fundamentalismo moral que, además, es hemipléjico: muy estricto para unas cuestiones, muy laxo para otras.
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