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En un día como hoy es importante decirlo: el amor sobrevive a las campañas electorales. Incluso a una tan turbia como la que acaba de concluir. Hombres y mujeres siguen paseando por la calle agarrados de la mano, se miran con ojos tiernamente cursis, se ... hacen confidencias, trazan planes, sueñan un futuro común… Si son padres, se desvelan por sus hijos, aterrados por la posibilidad, bien cierta, de que la vida les haga sufrir, y, llegados a cierta edad, los hijos cuidan a sus padres. Las ideologías y los discursos no logran destruir esto, aunque lo intentan.
Ese padre y esa niña, embobaditos el uno con el otro, que me encontré hace unos días en el autobús eran toda una declaración de principios. No sé lo que votará ese hombre mañana, ni me importa. Pero la devoción que expresaba por su hija, y la que recíprocamente ella le devolvía, con una sonrisa dulce y un poco pícara que hasta a mí me robó el corazón, me hicieron olvidar por un momento el clima de refriega permanente que hemos vivido durante el último mes y recordar que, a fin de cuentas, eso que tenía ante mis ojos era la vida real, lo único que importa.
El filósofo Gregorio Luri utiliza una expresión para referirse a esa dimensión de la realidad: el mundo de las cosas humanas. Frente a él emerge amenazante, pomposo, pero, a menudo, menos influyente de lo que le gustaría, el mundo de los discursos, el mundo de las ideologías. Todos esos aparatos retóricos con los que fingimos explicar la realidad cuando lo que hacemos es ocultar lo que no nos gusta para amoldarla a nuestros intereses.
El mundo de las cosas humanas es imperfecto. En él, por ejemplo, a veces los padres pegan una bofetada a sus hijos, a menudo con buenas razones. En el mundo de las cosas humanas las personas se equivocan y toman malas decisiones, pero, por lo general, se arrepienten, asumen la responsabilidad de sus actos e intentan ponerle remedio, aunque no siempre lo logren. La vida palpita en este universo real de las cosas cotidianas, que incluye, por descontado, los dramáticos esfuerzos por llegar a fin de mes, o la necesidad de recurrir a la caridad social para conseguirlo.
En el mundo de las cosas humanas los jóvenes toman drogas y se atontan en discotecas y fiestas, como muestran tantas series, pero también se dedican a labores altruistas en pro de otros. Mi sobrina María, que está tan comprometida con el movimiento scout como para dedicar un tiempo y esfuerzos que no le sobran a atender a los niños a su cargo, me explicaba la razón: «Siento que he recibido algo importante y que debo devolverlo». Esto pasa en la vida real constantemente. Conviene recordarlo.
Estamos viviendo un momento histórico en la que la política reclama un protagonismo desmesurado, ofreciéndose como el bálsamo de fierabrás capaz de resolver todos los problemas del hombre, incluso los más privados o insignificantes. Pero es una promesa ficticia. La capacidad resolutiva de la política es en verdad muy limitada, aunque tenga la tendencia a encubrir sus carencias con discursos grandilocuentes y con exhibiciones de poder en forma de normas, prohibiciones y moralina social.
Sería importante que, como ciudadanos, fuéramos capaces de colocarla en su sitio en vez de ceder a la tentación de verla como el gran conseguidor. Es el gran reto al que nos enfrentamos. Más allá de lo que ocurra mañana en las urnas, y de quien gane o pierda, urge desinflar el ego y la palabrería de quienes nos representan para recuperar la posibilidad de una vida menos crispada, imperfecta y normal.
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