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Si un extraterrestre aterrizara en España estos días y escuchara sin filtros la retórica electoral quizás llegaría a la conclusión de que en las elecciones del 23J se enfrentan dos visiones de país: una que quiere defender derechos y ampliarlos, hasta el infinito y ... más allá, y otra que quiere recortarlos para fastidiar a mujeres, homosexuales, trans y minorías amenazadas en general.
Esta grosera simplificación es posible porque nuestro lenguaje político ha sido rudamente prostituido, y la discusión social, forzada y violentada. La palabra 'derechos' es una de las que ha sido víctima en mayor medida de esta 'trata' ideológica, obligada a incorporar sentidos que van más allá del consentimiento social razonable. Y que, en la práctica, atentan contra lo que está en el origen de la Declaración Universal que proclamó Naciones Unidas en 1948: la defensa de la conciencia y la autonomía personal.
Veamos lo ocurrido en Italia, donde el Gobierno de Giorgia Meloni ha pedido que se corrijan aquellos registros familiares de parejas lesbianas donde constan dos «madres», para que figure sólo una, y la otra aparezca como cónyuge. ¿Existe el derecho a que los registros públicos violenten la realidad biológica para dar satisfacciones psicológicas? ¿En qué afecta este cambio normativo a la vida de esas familias? ¿Acaso impide que los hijos llamen 'mamá' a las dos mujeres, si así lo desean? El problema de incluir demasiado en la palabra 'derechos' es que al final perdemos de vista lo esencial.
Un buen ejemplo de como los 'nuevos derechos' pueden atentar contra los derechos de siempre son las campañas de acoso que padecen quienes plantean puntos de vista distintos sobre la cuestión trans o la homosexualidad. En estos casos, la libertad de pensamiento y de expresión (dos pilares esenciales de cualquier 'cultura de los derechos') se ven comprometidos por activistas que quieren imponer por la fuerza su visión de la realidad.
Pero quizás la mejor advertencia de que podemos estar yendo más allá de lo razonable lo tenemos en Málaga. Allí Cristina Alias, responsable de la asociación Trans Huellas, ha denunciado haber sido víctima de una agresión tránsfoba en la cadena Lidl. Al parecer, una cajera se refirió reiteradamente a la persona denunciante como 'caballero', cuando ella se considera mujer trans. Cualquiera que frecuente los supermercados leerá la noticia con extrañeza: no son las cajeras personas que pierdan su tiempo buscando el modo de ofender gratuitamente a los demás.
La razón del equívoco es que Cristina Alias no sólo es un hombre biológico, sino que evidentemente lo parece. Desde su punto de vista, sus derechos se han visto amenazados porque la cajera no supo interpretar adecuadamente las señales que le identificaban como mujer trans, pero no se limitó a resolver la cuestión del modo normal, aclarándoselo inmediatamente a la dependienta (que por otra parte se disculpó vivamente en cuanto fue advertida del error), sino que prefirió la denuncia y el circo mediático.
Y ahora, quizás sin razón, muchos temen que la cajera -que tiene un ataque de ansiedad- pueda perder el empleo. ¿De verdad existe un 'derecho' que obliga a los demás a adivinar tu adscripción de género, aunque tu aspecto sea manifiestamente equívoco?
Cuando escuchen a los políticos hablar, sin concretar, de 'ataques a los derechos' de este o aquel colectivo piensen en estos casos, y en otros muchos más que hubieran podido traerse aquí, y pregúntense si queremos llevar esta guerra tan lejos.
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