Hemos convertido el lenguaje en un campo de minas. Las palabras ya no tienen significados precisos, sino que se difuminan en una constelación de sugerencias semánticas que más invitan a la imaginación libidinosa que al rigor. Es el caso de términos como machismo u homofobia ... que, con voracidad pantagruélica, devoran todo lo que tocan y que ya pueden significar casi cualquier cosa y usarse contra cualquiera.

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No olvidemos los sucesos ocurridos en torno al asesinato del joven gay Samuel, hace dos años. La simpleza contemporánea decretó que, puesto que la paliza que le mató iba acompañada de insultos de 'maricón', era un claro crimen de odio. Los que procedemos de barrios sabemos, en cambio, que tal 'acusación' es una forma de poner nervioso a un rival del que se presupone, justamente, que no lo es. El insulto puede ser homófobo; no necesariamente el crimen, como advirtió entonces la Policía.

Merced a la muy progresista «ley del sí es sí' (sic) hemos ensanchado también la significación de la expresión agresión sexual, hasta incluir piropos y tocamientos, sucesos para los que ahora usamos la misma palabra que para una violación. Con lo que el lenguaje sirve menos para aclarar y más para confundir.

Pero si hay un término que flota en un mar de inconcreción, vaguedad y percepciones subjetivas es el de 'comportamiento inadecuado'. De origen inequívocamente anglosajón, está ligado a una cultura protestante que, a diferencia de la católica, ve con malos ojos, y con extrema sospecha moral, cualquier tipo de contacto físico. De hecho, quienes van a trabajar a Estados Unidos, o a Gran Bretaña, suelen ser advertidos de que, allí, gestos afectivos que consideramos (o considerábamos) normales pueden ser malinterpretados. El problema se agrava cuando tal hipersensibilidad cultural se combina con discursos políticos, como el del 'metoo', y la censura por el posible comportamiento inadecuado se exacerba hasta límites insoportables.

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John Lasseter, el fundador de Pixar, tuvo que abandonar la compañía de animación al haber sido acusado de 'abrazos no deseados'. «No importa cuán benigna sea la intención. Todos tienen derecho a establecer sus propios límites y a ser respetado», admitió Lasseter, en un gesto de autocrítica. Y tiene razón. El problema en éste, y en otros casos, es la desproporción en el castigo.

Un caso muy similar, aparentemente aún más desmesurado, parece haber afectado a un profesor del colegio Lourdes de Valladolid, al que una alumna acusó de formas demasiado cariñosas, lo que fue suficiente, en este estado de pánico moral en el que nos encontramos, para abrirle expediente y enviarle a casa preventivamente. Afortunadamente, en este caso, los alumnos, a través de sus padres, han mostrado un nítido apoyo al profesor, lo que, al menos, debería ser un bálsamo para él y para su familia. Pues, aunque el nombre no haya trascendido, en el entorno escolar está identificado y padeciendo la peor de las condenas, la que llega sin ni siquiera haberse producido un juicio.

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Porque éste es otro de los efectos perversos de esta cultura del escándalo permanente en la que nos movemos, que el juicio moral de las masas, respaldado sin garantías por instituciones intermedias, como las empresas, ha sustituido a los tribunales, deteriorando, de facto, el Estado de Derecho. No podemos saber qué pasó exactamente, si pasó algo, pero cuanto más vagas las acusaciones más debería guiarnos la prudencia, para negarnos a participar en la fiesta de la indignación colectiva que abrasa nuestras sociedades.

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