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No uno, en realidad, sino cuatro. Cuatro han sido los niños apuñalados en Francia, en un parque infantil de la localidad de Annecy. Es un ... suceso ante el que nuestra humanidad se retuerce, zarandeada por el estupor. No entendemos nada, y echamos mano, a la desesperada, de los lugares comunes que, en estos casos, funcionan como balsámico refugio de la mente.
El autor, ya lo saben, es un inmigrante sirio que había visto rechazada su petición de asilo en el país galo porque ya disfrutaba de la condición de refugiado en Suecia, su residencia anterior. Este dato invita a interpretar el atentado como una venganza, o reacción de despecho, pero también como la expresión de un mal que conocemos bien: la incapacidad para aceptar un 'no' por respuesta. Nuestro hombre, tras diez años de vida en Suecia parecería haberse contagiada por esa 'cultura de los derechos con pocas responsabilidades' que triunfa entre nosotros.
En el momento de escribir estas líneas, el atacante había sido identificado por la prensa como 'sirio cristiano', y, para enredar más la situación, se nos contaba que realizó sus agresiones «en nombre de Jesucristo». Si lo diéramos por bueno, estaríamos ante una gran innovación en materia de terrorismo religioso, pero el sentido común invita a la prudencia. Sin embargo, no deja de ser llamativo que nuestro hombre intentara presentar sus crímenes bajo este foco, desde el que sólo aparecen dos opciones: o estamos ante un cristiano protestante que pretende resucitar las viejas guerras de religión fuera de siglo, o pretende castigarnos por nuestra impiedad. Esto le encaja mejor hoy a un musulmán integrista que a un cristiano, incluso si es cristiano árabe, pero en esta sociedad, tan proclive a alentar todo tipo de excentricidades, no podemos descartar como imposible ninguna rareza.
Lo más desconcertante, admitámoslo, son las víctimas elegidas: un grupo de niños de corta edad y algunos adultos que se cruzaron por el camino, varios de los cuales están en estado muy grave. No hay mérito ni gloria en matar niños, de modo que, o la agresión fue fruto de una enajenación mental, o buscaba una cierta dimensión simbólica. O ambas cosas a la vez. Matar niños es matar el futuro. Pero también es un modo fácil de provocar un dolor insoportable a sus padres y familias. Cuesta no pensar que había una voluntad de causar un daño irreparable, de generar conmoción y desconcierto. Pero, sean cuales sean las causas y la motivación, los graves delitos cometidos deben tener consecuencias. El dolor de esos padres lo exige. Y como sociedad tenemos el derecho de defendernos de invitados tan tóxicos.
Hay que insistir en la existencia de un ensañamiento que nos desconcierta y nos espanta. El ataque tenía una decidida voluntad de rasgar un espacio de calma, de hacer emerger lo imprevisible donde menos se lo espera. «Si yo no puedo vivir tranquilo, tampoco vosotros», parece decirnos. Y es un mensaje que ya no es colectivo, o identitario, pese al disfraz religioso, sino estrictamente individualista. Es como si alguien pregunta '¿qué hay de lo mío?' y, cuando le dicen 'nada', responde: 'Os vais a enterar'. Pero este diálogo, esta frustración de las expectativas, es algo con lo que convivimos a diario y cada vez más. Por eso lo más inquietante del suceso es que pueda convertirse en modelo y ejemplo para desahogar frustraciones a bajo coste. Y quizás por eso necesitamos refugiarnos en la identidad cultural y pensar que los nuestros no actuarían así. ¿Pero estamos seguros de ello?
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