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La vida en los pueblos
La carta del director ·
«La despoblación se aborda con mentes urbanitas o burócratas que, por ejemplo, no han estado nunca en la misa de doce y media, un domingo en un municipio de 800 habitantes»Secciones
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La carta del director ·
«La despoblación se aborda con mentes urbanitas o burócratas que, por ejemplo, no han estado nunca en la misa de doce y media, un domingo en un municipio de 800 habitantes»Desde el domingo pasado hasta mañana, estamos publicando en El Norte de Castilla una serie de reportajes a doble página –fabulosos por cierto– que ... han mostrado de modo revelador el difícil día a día de la vida en los pequeños pueblos de Castilla y León. Hemos hablado de la sanidad, de las farmacias, del bar, de los oficios religiosos, del transporte, de las oficinas bancarias… Los vecinos conocen y asumen de sobra las dificultades de vivir en lugares con poca población o que se vacían progresiva e inexorablemente. Se muestran resignados, convencidos de que, a no tardar, ni el turismo rural ni el laboreo de la tierra y el campo ni las pequeñas industrias, ni siquiera la conectividad digital, servirán para mantenerlos abiertos. Pero conocer y asumir una determinada realidad, por dura que sea, no implica aceptar cualquier solución, cualquier renuncia ni por cualquier razón. Menos todavía si vienen de fuera, de instancias públicas, económicas, sociales o institucionales que, frías, secas, antipáticas como un insecto palo, abordan el problema desde una especie de octava o novena planta emocional. Nuestros artículos han puesto de manifiesto que, en un pueblo, un médico es mucho más que una persona que cura a otras personas, que una farmacia o un bar o una oficina bancaria son mucho más que establecimientos que proporcionan un servicio determinado. Todos ellos y otros más son elementos que dan sentido a la idea que de sí misma tiene, por ejemplo, la gente de Esguevillas, Villaverde, Moraleja de las Panaderas, Matilla o Llano de Olmedo. Por tanto, si desaparecen, no hacen esas localidades más pequeñas, sino que las convierten en hogares irreconocibles para sus propios residentes.
Todo lo anterior viene a cuento de las polémicas reformas sobre la sanidad rural que han protagonizado el debate público en la comunidad, de otras que puedan llegar relacionadas con la ordenación del territorio, de las políticas contra la despoblación que se marcan gobiernos, dirigentes, etcétera. Muchas de esas políticas, incluidas las que proponen ventajas fiscales o laborales, se centran en cuestiones prácticas, operativas, funcionales, numéricas, pero ignoran aquellas otras que forman parte del alma del problema. Sucede así porque se abordan con mentes urbanitas o burócratas que, por ejemplo, no han estado nunca en la misa de doce y media, un domingo en un municipio de 800 habitantes. Que no saben a qué suena el amanecer en los patios interiores de casas construidas en piedra. Ni conocen cómo, en algunas épocas, huelen a abono los sembrados, a resina los pinares o a tomate los tomates…
Debería entenderse, antes de enfrentarse al descomunal y casi imbatible desafío de revertir la decaída y envejecimiento de los censos de miles de municipios de toda España, que del mismo modo que a este lado de los Pirineos no nos gusta que nos impongan unas políticas de fondos estructurales europeos o de la PAC al modo de los alemanes –qué sabrán ellos de lo que nos pasa y cómo solucionar nuestros problemas–, a los alcaldes y alcaldesas de pueblos como Viloria del Henar, Robladillo, Cotanes o Ceinos les debe costar creer que unos señores de Valladolid, Madrid o Bruselas les vayan a salvar sus pueblos de la ruina, el gozne oxidado, los portalones grises y el cerrojazo definitivo. De hecho, es seguro que el error de dividir España en dos, en la España vacía y en la llena, está impidiendo muchos progresos. En este país somos muy de partir, de romper, de separar, de confrontar. Y muy poco, casi nada, de situarnos en el lugar del otro.
Si es cierto que, como expresó Ludwig Wittgenstein, «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», habría que reconsiderar desde la palabra, la conversación y el encuentro cualquier estrategia que busque honestamente conservar la vida en los pueblos.
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