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Era un frío día de primavera. Acababa de ver 'Carretera perdida', la última chaladura de David Lynch, y salía de los cines Broadway. En la misma puerta me encontré con un amigo que me preguntó por la película. Le dije que no me había ... enterado de nada, pero que me había fascinado. Siempre había sido así con su cine y siguió siéndolo hasta el final. A Lynch no hay que entenderlo, porque casi es imposible. El cine de David Lynch hay que sentirlo. Él tenía el poder de hipnotizar a la gente y así es como veías sus películas: en una especie de trance muy parecido a la sensación de estar hipnotizado, de estar visitando otros mundos. De hecho, en más de una ocasión Lynch confesó que lo único que le importaba de sus películas era el ir a mundos cada vez más extraños. «Puedo imaginar al completo un mundo que no existe», declaró más de una vez.
El resultado es todo un universo paralelo de sueños, oscuridad y misterios, un oscuro viaje hacia la luz (un luminoso viaje hacia la oscuridad), una coctelera loca de secuencias oníricas, un imaginario pintoresco y delirante, un omnipresente sentido de lo inquietante y una búsqueda obsesiva de los secretos más turbios bajo el sueño americano. Desde su inquietante debut con la turbadora 'Cabeza borradora', una delicia perversa llena de seres atormentados salidos de una pesadilla, hasta su último film, la laberíntica 'Inland Empire', un viaje por el subconsciente que habría hecho las delicias de los surrealistas, todo el cine de David Lynch es un catálogo indeleble de alucinaciones, es El Mago de Oz on the rocks, es el surrealismo de El Bosco y las fantasmagóricas escenografías de Giorgio de Chirico o de Dalí, es la iconografía de Magritte, es el inframundo de Lovecraft y es un paseo por el lado oscuro de la mente. Pero también es el paisaje americano por excelencia, las gasolineras, los típicos diners, la soledad de Hopper, la música a todo volumen y las interminables carreteras. Todo eso sin olvidar los personajes estrafalarios, los decorados intransferibles y los cafés tan negros como noche sin luna.
Lynch es una paleta de colores inconfundible, con el azul/misterio, el rojo/peligro y el amarillo/locura, es la fascinación por la electricidad como metáfora de lo inexplicable y es/era el único director en el mundo con mirada laberíntica. Sueños, donuts y una oreja cortada, o sea. Es el deslumbrante blanco y negro de 'El hombre elefante', es el cine negro neurótico-hipnótico de 'Terciopelo azul', es la violenta y divertida road-movie sureña 'Corazón salvaje', es el clasicismo tierno y conmovedor de 'Una historia verdadera', es la claustrofóbica y fascinante 'Carretera perdida', es el genial y prodigioso puzle de pasiones y rincones oscuros de 'Mullholand Drive'.
Dejamos para el final la memorable divisa 'Twin Peaks' (tres temporadas y una película) que cambió por completo el mundo de las series televisivas. Todos, en aquel lejano 1990, quedamos atrapados por la investigación del excéntrico agente Dale Cooper en busca de la persona que había asesinado a Laura Palmer. Aquella serie mostraba como ninguna otra el lado oscuro del sueño americano. El asesinato de la estudiante ideal era la perfecta excusa para sacar a la luz el infierno que se escondía bajo el apacible y tranquilo pueblo de Twin Peaks. El bisturí de David Lynch presto para rascar la superficie y mostrarnos lo siniestro que habita en la cotidianeidad mientras nos hacía cómplices de la búsqueda de un asesino, regándolo todo con tramas detectivescas, romances secretos y folletín de alta escuela. «Si no te ha volado la cabeza, no tienes cabeza», han dicho de 'Twin Peaks', una serie que se convirtió en todo un acontecimiento a pesar de su complejidad y de sus escenas surrealistas. Lynch supo mezclar lo popular con la alta cultura, la luz con la oscuridad, el misterio con la comedia. No podemos descartar, en fin, que la muerte de David Lynch el pasado 15 de enero mientras Los Ángeles ardía esté relacionada con aquel mantra que se repitió tanto en 'Twin Peaks' e incluso sirvió de título de la precuela: 'Fuego camina conmigo'.
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