Antes de terminar el año sería un crimen no acordarse de que 'Luces de Bohemia' está de celebración. Es cierto que, siguiendo la práctica habitual de su autor, el inmortal Ramón María del Valle-Inclán, la obra vio la luz por entregas en 1920, pero ... la realidad es que no fue publicada como libro (añadiendo además relevantes cambios) hasta 1924, justo ahora hace 100 años. Hablamos de, muy probablemente, la mejor novela del siglo XX (el propio autor hablaba de ella como «novela dialogada», quizá consciente de que jamás la vería representada sobre las tablas), así que acompañar hoy a Max Estrella en su última noche es un acto de rebeldía, un chute de adrenalina, un salto de fe.
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Eso acabo de hacer en la hermosísima edición de Reino de Cordelia ilustrada por José María Gallego. Allí me he vuelto a encontrar con Max Estrella, hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales, ciego, pobre, loco y genial, alguien que tenía todo, figura, palabra y gracejo, alguien cuya charla cambiaba de colores como las llamas de un ponche, y que ahora es ya sólo un espectro del pasado. Max Estrella, el primer poeta de España, de profesión cesante, exhibiendo el honor de no ser académico y reclamando, como poeta que es, el derecho al alfabeto, aunque ahora ya sabe que sólo es el dolor de un mal sueño. Se da cuenta de ello mientras pasea, junto a Latino de Hispalis, por un Madrid absurdo, brillante y hambriento. Con toda seguridad ya sabe también que es su última noche, una noche fatídica, infinita e interminable, una noche de luna, sangre y buñuelos. Junto a él nos emborrachamos en la taberna de Pica Lagartos, luz de acetileno, zaguán oscuro, y nos tropezamos con personajes guiñolescos que son puras máscaras de delirio, héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato, las pinturas negras de Goya on the rocks, títeres de vida y muerte, ministros de bragueta desabrochada, mozuelas golfas, serenos meciendo a compás el farol y el chuzo, poetas modernistas, pindongas que ríen con dejo sensual de cosquillas, libreros gibosos, un niño muerto en los brazos de una mujer despechugada y ronca, fúnebres fantoches, sepultureros que fuman sentados al pie del hoyo y todo tipo de personajes esperpénticos.
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La fúnebre santa compaña se enreda en calles enarenadas y solitarias de faroles rotos dejándose caer por buñolerías art nouveau, redacciones de periódicos con sillas vacías y carpetas roídas, ministerios con aire de cueva y olor frío de tabaco rancio y cafés del Madrid austriaco con mesas de mármol y divanes rojos. El final está cerca. Max Estrella lo sabe. Se queja de haber vivido siempre de un modo absurdo y de no haber tenido talento, pero todos sabemos que lo que no ha tenido es el talento de saber vivir. Que las letras no dan para comer. Que las letras son colorín, pingajo y hambre. Por eso al final, Max Estrella muere de hambre y de pena, como todo español digno. Le habían cerrado todas las puertas y él se venga de todos muriéndose de hambre.
Que caiga esa vergüenza sobre los cabrones de la Academia, en España es un delito el talento, grita Latino de Hispalis. En el cementerio del Este, por una calle de lápidas y cruces, le despiden el índico y profundo Rubén Darío y el céltico Marqués de Bradomín, viejo caballero con la barba toda de nieve que aspira a ser eterno por sus pecados.
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Sin duda concluyen que la barbarie ibérica es unánime. Unánime como la noche de Borges, otro ciego al igual que Max Estrella, y todos sabemos que los ciegos se enteran mejor de las cosas del mundo, que son capaces de ver como nadie al país en las portezuelas de su delirio, que son capaces de ver la verdad con los ojos del esperpento.
Pues eso, que debería ser obligatorio leer 'Luces de bohemia' al menos una vez al año y recitarlo en voz alta como un padrenuestro tabernario y zarzuelero. Que así sea.
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