Es una mezcla de miedo e incertidumbre. Una sensación de inseguridad ante el abismo que se abre bajo nuestros pies. Imaginar el futuro se revela como un ejercicio vano que nadie es capaz de prever. De un lado, se nos viene encima una situación económica adversa de proporciones nunca vistas. El aumento de los precios es una realidad que afecta directamente a nuestras vidas cotidianas. Alcanzar los dos dígitos de inflación es algo que muchos economistas no descartan en absoluto y otros dan ya por descontado. Lo que pagamos por el gas, la electricidad, los carburantes, los alimentos y todos los artículos de primera necesidad que componen la cesta de la compra, está alcanzando unas preocupantes subidas que no podíamos prever.
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Adquirir carne, frutas, verduras y el resto de productos frescos con los que llenamos la despensa, se está poniendo por las nubes. Ucrania ha sido, tradicionalmente, el granero de Europa. Ahora, a causa de la guerra, la escasez de piensos, fertilizantes y cereales, se revela tan preocupante como dramática, en determinados casos, mientras el fantasma de la escasez y el racionamiento se deja notar en algo tan cotidiano como el aceite de girasol, lo que trasladará una presión insoportable de precios al aceite de oliva. Y esto, con todo, es lo menos malo.
Lo peor es la vulnerabilidad a la que estamos expuestos. La escalada de las acciones criminales de Putin es impredecible, y lo que tenemos todos claro de este sátrapa es que morirá matando si ve cerca su derrota o su fin. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza bélica en 80 años y, a pesar de la innegable y emocionante solidaridad con el pueblo ucraniano, las potencias europeas y americanas saben que no pueden ir más allá. Vladimir Putin no es Sadam Husein. El genocida ruso posee uno de los ejércitos más numerosos del mundo y, además, tiene la amenaza letal del botón nuclear. Esto es lo que nos convierte en espectadores silentes de su indecente invasión. Podemos armar a los ucranianos, pero la OTAN no puede intervenir en el conflicto ante el temor de desatar la tercera conflagración mundial. Ayudamos: enviamos material bélico, alimentos, ropa y medicinas; pero tenemos las manos atadas para atacar militarmente a Putin. Europa no lo hará y Estados Unidos tampoco, si no toca a la OTAN.
El Banco Central Europeo ha anunciado una retirada de estímulos y que su programa de compra de deuda se irá reduciendo hasta los 20.000 millones mensuales en junio, cuando se prevé que acabe. Y a final de año tenemos subidas de tipos de interés en el horizonte. Cuando haya familias que no puedan llegar a fin de mes, cuando el coste de la vida se haga aún más insoportable y nos veamos obligados a retroceder muchos años en el tiempo, entonces, los efectos devastadores de la guerra de Ucrania, unidos a un entorno de inflación como no habíamos conocido en tres décadas, provocarán que haya sectores económicos que perezcan y empresas que cierren.
El sector turístico, nuestra primera industria nacional, contiene el aliento y, como todas, espera que se produzca un milagro de ultima hora que permita parar esta escalada de muerte indiscriminada. Nunca pudimos pensar que tendríamos una amenaza así y una realidad como está en pleno siglo XXI. Todo a nuestro alrededor es difícil, confuso y supone una amenaza real a nuestro estilo de vida. Insisto, no hay que ser pesimistas, pero tampoco podemos tocar el arpa mientras Ucrania arde, evidenciando un dolor ante el que no podemos cerrar los ojos.
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