Desde que Elena Salgado, aquella atildada ministra de Zapatero que parecía arrancada de la comitiva de damas que en 'La diligencia' acuden a despedir a la entrañable puta y al médico borrachín para asegurarse de que, efectivamente, abandonan el pueblo, acuñara aquello de los «brotes ... verdes», no había oído cosa parecida.
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Pese al desolador panorama de colapso económico y deuda perpetua, resulta que el Gobierno anuncia ya una recuperación en uve aunque prolongada un par de añitos, que se pasan volando. De entrada hay que ir pidiendo a Europa un pastizal para pagar los Ertes (prohibido llamarlo rescate) y esperar a que llegue ese dinero del Monopoly, como caído del cielo, que ha conseguido Sánchez en Bruselas con la perspicaz técnica negociadora de la escucha activa. Supongo que, como decía Groucho, es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente.
Ante tal asombroso logro no era para menos la salva de aplausos que, ajenos al sentido del ridículo, le dedicaron sus acólitos. Para aumentar la vergüenza ajena, faltó una performance bajo palio con angelitos tañendo liras ciñéndole en la cabeza esa corona de laurel que la historia reserva a los elegidos.
Lástima que Iván Redondo no le haya aconsejado empatizar con todos los parados y arruinados que deja, aparcar el Falcon y prescindir de sus vacaciones. Un sacrificio lindante con el martirio que no hubiera hecho más que acrecentar su ya gloriosa leyenda.
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