Ya el verano dejará alguna tarjeta de recuerdo, con sus señas. Pero irá boqueando. Irá boqueando dejando un mapa de tierras quemadas, de bomberos muertos, de silencio en lo montes y allí donde fuera. Pero yo no voy a hablar hoy de ese verano, sino ... de otro, más íntimo, que es el mío.
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No, no he viajado, y por eso me voy acordando de otros veranos donde quizá sí, tuve ganas de salir de la esquina de confort y recorrer el mundo que dejasen mis menguadas faltriquera. En este verano, que ha de derretido las esperanzas, quizá lo más inteligente haya sido buscar la costa.
La tuve a nada desde la casa materna, y no le eché cuentas. Quizá porque en las playas de mi infancia, están aquellos amigos que dejé hace décadas, con sus hijos, y la imagen del niño mojado y la familia feliz y coetánea me puede dejar para el arrastre. Y claro que no fui ni a la última boda del epílogo de mi generación. Tampoco es día de balance, pero sí de ir, en los sucesivo, preparando otros veranos, que vendrán en esa lógica callada de las estaciones.
Veranos ardorosos que ya empezarán en septiembre mientras a Valladolid le espera, dice algún naturólogo por las redes, el clima de Marrakech. Y no tardando.
El verano poco a poco se va disolviendo. En el aire interno de cada uno hay una melancolía de verano no vivido que no curan, es imposible, ni Instagram ni las charlas con los compañeros de café. El final de verano, que llega, y tal. Por ventura... Aunque quedan días de verano, y el norte no está tan, tan lejos.
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Y esto es mucho más que un consuelo.
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