Veinte castañas de cena
La Platería en llamas ·
«Las palabras han desaparecido de su superficie y los cucuruchos han enmudecido para siempre»Secciones
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«Las palabras han desaparecido de su superficie y los cucuruchos han enmudecido para siempre»Frisan las diez de la noche y aún permanece abierto el pequeño quiosco de castañas asadas, un garito pintado con los restos cromáticos de otra época, como ese gris azulado tan austero que lo cubre –aunque siempre habrá quien lo llame azul grisáceo solo ... por llevar la contraria– y del que se adivinan varias capas inferiores, ocultas y pretéritas como los sedimentos de nuestro valle.
En cualquier caso, pintura de una tonalidad semejante a la que bañaba los furgones, las rejas, los uniformes y el ánimo de hace décadas. Ahí continúa el color, contra viento y cencelladas, embadurnando el minúsculo garito estacional cuyo diseño permanece también inalterado; como si se tratara de un galápago primitivo, resistente a los embates de la evolución; como si fuera un molusco de caparazón poderoso capaz de sobrevivir a todas las crisis apocalípticas que se le vengan encima.
Bien es cierto que la luz anunciadora de su presencia ya no es producto de un farolillo, una linterna o un lumogás. Estamos en el siglo veintiuno y corona ese pequeño portalillo un faro halógeno. Su luminosidad es cómoda y resulta acorde con los tiempos, pero no es acogedora. Aplasta todo matiz cálido en los colores del interior que pueda aportar la lumbre mansa de la estufa. Tampoco hay relación entre los cucuruchos de papel que se apilan, clasificados por tamaños, y que hasta no hace mucho estuvieron confeccionados con los pliegos reutilizados del papel de prensa –tanto de periódico como de revista, según la cantidad de castañas a despachar–. Todos esos cucuruchos de la costumbre y de la memoria han sido sustituidos por otros de papel crudo, concebido y autorizado para tal fin; un envoltorio sin noticias, sin opiniones ni medias tintas. Las palabras han desaparecido de su superficie y los cucuruchos de castañas asadas han enmudecido para siempre. Algo querrá decir también ese silencio que poco a poco, sin que nos demos cuenta, se está pegando sobre las cosas más humildes del mundo.
Entre las nieblas antojadizas de noviembre, esa luz halógena prendida en el quiosco de castañas reclama la atención de los pocos transeúntes dispersos aún por recoger. Hace las funciones de un faro en la meseta, útil para las criaturas envueltas en el frío. Si nos acercamos hasta ella acaso nos sorprenda el poder evocador de su estampa y nos permita recibir en nuestro presente la calidez de instantes adormecidos en el recuerdo, de manos tibias ocultas en bolsos de abrigo. Puede, incluso, que la magia del tiempo y la densidad de la niebla nos permita imaginar a aquella señorita Elvira esperando su turno frente al quiosco con la peseta preparada entre los dedos. Nos indica Cela en 'La colmena' que aquellas veinte castañas suyas, elevadas a la categoría de cena, costaban precisamente eso: una peseta de los años del hambre.
Hoy, a la señorita Elvira le habría dado un pasmo cuando la castañera le alargase el cucurucho de veinte unidades y le recordara que cuesta ochocientas pesetas. Tampoco concebiría la señorita Elvira que la tarifa de tres euros actual solo por una docena de castañas apenas ha de cubrir los gastos del negocio; que la inflación regresa este otoño de niebla y mascarillas y las vendedoras de los puestos, también incombustibles, continúan envueltas en el frío y la niebla porque la pobreza amenaza, más si cabe, a la vejez; porque los precios se han catapultado pero el tiempo dedicado a rajar castañas y asarlas, a hacer cucuruchos y venderlos, es el mismo que entonces; porque una hora de trabajo sigue siendo una hora de vida laboral, cada vez más inacabable; porque si sube el precio de la luz, del gas y de las castañas, el valor de nuestro tiempo se va al traste.
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