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En la residencia oficial del número 10 de Downing St., inmueble venerable en un callejón cercado de rejas londinenses sin fecha de caducidad, han vivido desde hace tres siglos los primeros ministros británicos de mayor solera, que encerraban allí los secretos de su ... gobernación y gustaban de hablar a la prensa plantados ante la emblemática puerta del edificio para anunciar su llegada o pronunciar el discurso de despedida. El otro día le tocó representar esa escena triste a la segunda víctima del 'brexit', el camino de una fuga que no logran encontrar ni los más experimentados y perspicaces políticos del palacio de Westminster. Entre afligida y llorosa, Theresa May se rindió a las crecientes altanerías de sus camaradas del Partido Conservador y a las deletéreas mociones de sus adversarios laboristas, un enredo parlamentario en busca de otra puerta negra, la de salida del Reino Unido de la Unión Europea. Por allí se marchó también de la política su predecesor, David Cameron, hace tres años, amargado y con la conciencia umbrosa tras haber cometido el desafuero de convocar un referéndum con más audacia política que la consentida por el vulgar ciudadano inglés, más defensor hoy de su isla que del imperio trasnochado.
El partido 'tory', otro día más inmerso en el estancamiento de sus antiguos hábitos de poder absoluto, necesita ahora desesperadamente la sacudida de un nuevo líder que ponga fin a las certezas de Cameron y a la gestión beatífica de la señora May, algo de un color resplandeciente, alguien con aspecto de actor de novela rosa más que elefante solitario o taimado cocodrilo. Ese género de negociadores ingleses regresaron derrotados de Bruselas, víctimas de las redes burocráticas, en su imposible afán por romper amarras tras medio siglo de convivencia agitada con sus socios continentales. En esta secuencia incierta del 'brexit' duradero, se ha presentado al público esta misma semana como protagonista y salvador de la dignidad británica uno de los más populares personajes de la escena política, el conservador Boris Johnson, que lleva dos décadas ascendiendo puestos de mando en su partido.
Desde que dejara su profesión de periodista, Johnson se ha fraguado una imagen rayana con el talante aristocrático de su origen y sus recursos populistas, todo ello mesurado con la inteligencia de hombre culto y los ardides que le llevaron a la Alcaldía de Londres, el púlpito de mayor audiencia en Inglaterra después del de la reina. Su estrategia de laboratorio, ensayada durante años, le llevó a equipararse con un héroe nacional siempre alegre y asequible, virtudes estas que le han proporcionado el ego inconmensurable del elefante jefe de la manada. En sus tiempos de alcalde londinense, Mister Johnson mostraba sus habilidades ciclistas recorriendo en bicicleta las avenidas de la capital para adelgazar, según declaró a la prensa, y olvidar por algún tiempo su verdadera vocación, la cultura clásica. No era la primera vez que el popular Boris se hacía un autohomenaje: en su primera novela de ficción, titulada 'Setenta y dos vírgenes' (2004), incluyó un personaje encargado de salvar a las instituciones públicas de un atentado terrorista. Este héroe era un diputado 'tory' que viajaba en bicicleta y usaba un humor socarrón para enmascarar su gran conocimiento de la cultura clásica. –Mi vista es más aguda, los días parecen más largos y más cargados de interés: además, he perdido 12 libras en dos semanas–, declaró el ciclista candidato en busca del electorado de los arrabales londinenses.
Es difícil saber quién se esconde tras esa cara de felicidad transitoria del pretendiente Johnson y cuáles son las ideas y propósitos almacenados bajo su melena rubia y encrespada. ¿El columnista brillante que vapuleó a los burócratas de Bruselas cuando ejerció allí de corresponsal de prensa? ¿El ciclista circunstancial en busca de votos ecologistas? ¿El diputado sagaz que pretende ganarse el puesto de líder conservador a destelladas? ¿El héroe de su última novela? ¿El negociador de un 'brexit' duro y sin contemplaciones? El mordaz Winston Churchill sostenía que negociar con un cocodrilo consiste solo en estar esperando a que te coma, y bien podría ser esa la estrategia del aspirante a nuevo inquilino del número 10 de Downing St.
A pesar de sus viejas raíces de aristócrata feliz y su profunda sospecha acerca de la utilidad de la cultura llamada popular, Johnson ha sido siempre admirado por un público británico tan cínico como él, gracias a sus actuaciones estelares en los debates políticos de la BBC. –¿Qué hemos hecho en los dos años de negociación del 'brexit'?– clamaba en la televisión hace unos días. –Nada. Los políticos no hemos podido superar nuestros hábitos, paralizados, perezosos y débiles para abandonar la Unión Aduanera y el Mercado Único Europeo, a pesar de que esos acuerdos nos condenan a ser en un corto plazo de tiempo una colonia de la Unión Europea.
Es difícil regresar a la casilla de salida cuarenta y seis años después de una intensa cooperación con Europa, porque es el continente, a fin de cuentas, el que le marca también el tiempo a Gran Bretaña desde hace siglos. Más allá de la jactancia necesaria para alcanzar el cargo de primer ministro, el cultísimo Boris Johnson deberá atenerse a este aviso de su predecesor Winston Churchil: nadie a quien no le interese la historia debe dedicarse a la política. El aspirante deberá ganar ante los tribunales el primer combate: la justicia británica puede convocarlo por haber mentido durante la campaña a favor del 'brexit', por exagerar el coste económico de la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea. En la conciencia y la ambición de sus ciudadanos, Inglaterra, y con ella el Reino Unido, es hoy una isla más que un imperio. La Historia demuestra que no existen las paces eternas ni las amistades desinteresadas; solo son un ideal al que muy raramente se logra llegar y, tanto en la paz como en la guerra, todos los caminos de ida, como los intereses que por ellos transitan, también son de retorno.
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