Se acabó la diversión. Llegó el comandante y mandó a parar. A Fidel Castro le llamaban el comandante. A Franco, cuando era novio de Carmencita Polo, el comandantín. Y a Francisco Igea algún ingenioso ya le ha empezado a llamar el doctor No. ... No se puede poner el codo encima de la barra. No se pueden juntar más de seis personas a reír ni a conspirar. No se debe andar por las calles a partir del toque de queda. Es peligroso, en todos los sentidos…
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Impuestas de día las mascarillas, las distancias y las restricciones sin resultado alguno, ahora lo que queda es terminar de liquidar la noche. Esa noche que se va haciendo cada día más noche, camino del solsticio de invierno. Liquidar la noche y cuantos viven en ella: aquellos a los que les gusta cenar, bailar, tomar copas, oír música en vivo, ir al cine o al teatro… Suspendidas las tentaciones, el miedo se traslada ya definitivamente al interior de las casas. El último refugio de la intimidad, al menos mientras siga siendo necesaria una orden judicial para echar abajo una puerta y contar las personas que están dentro.
Claro está que esto también tiene sus ventajas. Por ejemplo, la de europeizar España. La de superar definitivamente nuestras costumbres bárbaras. En Madrid ya se come a la una y media, más cerca de la Londres de Churchill. Y en Valladolid se cena a las siete, como cuando el toque de queda de 1936, que se pregonaba haciendo sonar desde el Ayuntamiento la sirena del cambio de turno, requisada en los talleres de El Norte de Castilla. Hoy, si el doctor No viene a por sirenas al periódico, igual le mandan a Renault. Tampoco es que hagan mucha falta, con todas esas sirenas de los coches de policía dispuestos a patrullar la ciudad en busca de noctívagos.
Mientras estas cosas suceden, el único teatro al que se puede asistir, gracias a los esfuerzos de la televisión, es el que ofrece el Congreso de los Diputados. La última gran función, de fuertes emociones, ha sido también una mascarada. Una historia de amor y desamor. De relaciones que terminan. No le duele, dice Abascal, haberse quedado absolutamente solo frente al peligro. Ni siquiera le duele ser consciente de que su esfuerzo solo ha servido para que socialistas y populares estén ahora en mejor disposición de repartirse el gobierno de los jueces como antes, como siempre… Lo que le duelen verdaderamente al líder de Vox son los ataques personales de su antiguo compañero de partido. Sus agresiones. Sus palabras indignas e inaceptables. La puesta en la escena pública de una ruptura personal con Pablo Casado.
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¿Hay que renunciar al amor en los tiempos del cólera? ¿Hay que renunciar a la noche? Van a intentarlo. Pero no será fácil. Con toque o sin toque, poner coto a la noche es como poner puertas al campo. Sobre diques y prisiones, barrotes y sirenas, hay impulsos que resisten a todo. Así lo dice Paul Éluard, que conoció el amor y las noches de Gala antes que Salvador Dalí, en su poema 'Toque de queda': «Qué íbamos a hacer, habían cerrado la calle. / Qué íbamos a hacer, la ciudad estaba bajo custodia. (…) Qué íbamos a hacer, estábamos desarmados. / Qué íbamos a hacer, al caer la noche desierta. / Qué íbamos a hacer, teníamos que amarnos». Pues eso.
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