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Me gusta el vino y disfruto siguiendo el ceremonial para descorchar una buena botella. Entré en su mundo en Córdoba, medio siglo atrás, en las 'sociedades de plateros' que solían organizar cursos, charlas y catas para los que queríamos traspasar el umbral de sus misterios. ... Lo he estudiado, he leído guías, he visitado bodegas y seguido su elaboración desde la cepa hasta la oscuridad y el silencio de los conos donde dormita su madurez. Después de tantos años, pocas borracheras y mucho vino, no paso de la categoría de iniciado, pero sé algo entre la mayoría, que no sabe nada. El vino es un mundo inabarcable en el que muchos chapotean con trucos para los ingenuos que se prestan a sus juegos olfativos. Incluso conozco a uno que se pasea por el mundo como si lo hubiera inventado él… ¡Hace 8.000 años! Ver la bodega de Atrio es como visitar un museo y entiendo el dolor y la perplejidad de sus propietarios al contemplar vacíos esos espacios en los que dormitaban las 45 botellas, con sus etiquetas... ¿Solo botellas y etiquetas? Del vino que contienen me parece temerario hablar porque nadie sabe de los duendes que lo habitan. Un vino de 215 años posiblemente no sirva ni para aliñar una ensalada y aunque se ha señalado un precio de 350.000 euros para alguna de ellas, no creo que nadie con dos neuronas pida que se la descorchen. Mejor un 'garrafón' o de tetrabrik. Sería como encenderse un puro con una partitura original de Mozart. Esos tapones, aunque se hayan cambiado, guardan el secreto de cada botella, que es lo que vale. Ese precio, más de dos millones de euros por las 45 botellas robadas, solo lo tiene la nada, que posiblemente es lo que contienen. Pero bien está, si se sabe distinguir entre valor y precio.
Este pasado verano, en la práctica he comprobado lo que en teoría ya sabía. Mi hijo, que a buena hora se ha pasado de la cola al buen vino, me pidió que descorchara una botella, de las más de cien que guardaba con esmero. ¡Qué fiasco! Después de abrir once me rendí y tuve que recurrir a las añadas más recientes, porque los tapones se deshacían o el vino estaba adulterado. Llegué a descorchar un rioja de 1973, año en el que nació mi hijo, que no servía ni para aderezar unos boquerones. El talón de Aquiles de las botellas está en los corchos, a los que se les daba un tratamiento tan precario que apenas superaban los diez años de consistencia. Hoy, un conocedor del corcho como Jorge Gruart, sin afinar mucho porque es un hombre cauteloso, sitúa el límite en los 40 años. Es decir, que el contenido de ese Chateau d'Yquem de 1806, es cuestionable desde 1850.
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