

Secciones
Servicios
Destacamos
Sevilla da toreros, Barcelona jugadores de waterpolo, Londres da músicos y Valladolid escritores. No sé el motivo, no tengo claro cual es el misterio que encierra, pero esto es lo que hay. Algo tendrá el ambiente, digo yo, para que de Orio salgan remeros, de Cádiz cantantes, de Guipúzcoa cocineros y a la orilla del Pisuerga nos dé por escribir. En Valladolid se respira literatura. La ciudad se presta a ello. Además de nuestros premios Nadal en activo –Martín Garzo y César Pérez Gellida– la lista histórica es interminable y leerla da vértigo: Delibes, Zorrilla, Umbral, Guillén, Chacel –la estoy descubriendo y es asombrosamente buena–, Núñez de Arce, Emilio Ferrari, Cossío, Martín Abril, Julián Marías o Hernando de Acuña, pasando por los adoptados, es decir, por todos aquellos que, sin haber nacido aquí, pasearon y escribieron en estas mismas calles como Quevedo, Cervantes, Góngora, Larra, Jiménez Lozano, Leguineche, César Alonso de los Ríos o Martín Descalzo. Casi nada. La nuestra es definitivamente una ciudad literaria. No solo como lugar origen de escritores sino también como ecosistema y destino de lo escrito. Porque Valladolid, digan lo que digan, es una ciudad de glosa agradecida. Todo en ella es literario. Me atrevo a decir que Valladolid es un género en sí mismo y, por eso, escribir acerca de esta ciudad suele arrojar textos de calidad y dentro de una gama concreta, de un estado de ánimo tranquilo, pacífico y con esa arrogancia en grado de latencia que siempre conserva la aristocracia que ha caído.
Creo que es algo energético. Cuando uno se dispone a mirar esta ciudad con el objetivo de retratarla, nota cómo es atrapado de inmediato por una gravedad especial. Y no me refiero a gravedad como impostura sino como consciencia de lo sólido, como seriedad en las intenciones, como un respeto infinito por el cielo y por el horizonte. A esta ciudad no se la puede cantar como un bardo y no le pega el lirismo afectado, la explosión barroca ni el giro inesperado. Pero, sin embargo, tiene un tono propio, una frecuencia metafísica que va a morir en un estilo, en una mirada profunda, en un estado de ánimo inexplicable pero muy reconocible.
Y hay que encontrarlo. Uno puede dedicarle versos muy bellos al Puente de Triana, está claro. Pero resulta más complicado dedicárselos al Puente de Isabel la Católica. Hay un punto arrebatado que te lleva a sentir cosas preciosas mirando a la Giralda, pero si se las dices a La Antigua, cambias. Ya no te apetece decirlas del mismo modo. Ni siquiera te apetece decir las mismas cosas.
Y a veces ni siquiera te apetece decirlas. Y cuesta, como cuesta decir «te quiero» a un padre. No porque no lo sientas, sino porque es redundante y te abre un estado de ánimo diferente que nos lleva a otro lugar, a otra ciudad, quizá a una cercana al trópico. Y además, no hace falta: lo sabes tú, lo sabe tu padre y lo sabe la ciudad que os ha visto pasear juntos. Se pueden escribir cartas de amor a la Plaza de España de Roma, pero es más complicado hacerlo a la Plaza de las Batallas. Sale alegre el piropo al Albaicín, pero no tanto a San Andrés. Para hablar de las golondrinas y de la primavera podemos servir casi todos. Pero para hablar del frío y del silencio hay que ser vallisoletano. Y no es tristeza. Es solo que la alegría de esta ciudad nace de dentro afuera, llega pidiendo permiso para no molestar. Es una felicidad que no arde, sino que se guarda en acumuladores. Calienta, pero no quema. La sonrisa tímida de una niña guapa.
Y, por ello, cuando se intenta escribir, funciona. Los halagos a Valladolid se llevan sujetos por las riendas, los elogios son más profundos que hondos y los adjetivos no explotan, sino que palpitan, como un medio tiempo. Y todo eso suele acabar en la contención, que es la base del arte. O al menos del arte que me interesa.
A Valladolid se la habla con cariño, con respeto y con cierta distancia, como si no quisieras tomar demasiadas confianzas. Pero con sinceridad, con belleza y con algo de quietud. Literariamente es estática, no hay dinamismo ni desorden. No hay fatalismo, pero hasta las cigüeñas parecen tener las cosas claras. Y eso no quiere decir que no haya sentimientos, afectos o emociones: las miradas de mi ciudad te parten por la mitad. La vida tiene el color de la media tarde y hasta la risa sale sin excesos.
Hay algo en las piedras y en los ríos, no sé si son los sonidos o ese blanco tan oscuro. Es como si estuviéramos en la segunda parte de un partido que nadie ha visto empezar y cuyo resultado ni intuimos. Y no se aprende por ósmosis. No hay una tradición que te muestre cómo se debe sentir, cómo llora Valladolid, quién articula un grito. Todo nace por primera vez. Cada vallisoletano empieza de cero y funda una estirpe que luego morirá con él. No hay transmisión oral de lo vivido, el amor y el dolor no tienen un carril propio para salir. Eso pone las cosas más difíciles porque sin liturgias no hay ritos y sin ritos no hay tradición. Tampoco literaria. Pero, a cambio, tenemos el don de la libertad, la generación espontánea, la condena a muerte a los arneses. La fuerza creadora es siempre una potencia literaria y Valladolid no se disfraza de sí misma. Somos el resto los que la vestimos, cada uno a nuestra manera. Y eso es impagable.
Diríamos que el frío lleva a la introspección, pero no es del todo cierto. El calor de Valladolid también te predispone a eso. Diríamos que esto surge de la vida en el crepúsculo y la frontera, pero también el alba de mi ciudad es apoteósica y reflexiva. La vejez –dirán–, la sabiduría, la madurez hecha ciudad. Pero tampoco: la infancia de mi ciudad es un parque de atracciones para el escritor que hoy está naciendo.
Vivo en una ciudad literaria. Vivo en un mapa de literatura. Yo me cruzo por la gente por el Paseo de Filipinos y juego a adivinar qué piensan, a dónde van, cómo serán sus voces. Y no puedo evitar imaginar que todas ellas son profundas y bellas. Y que, vengan de donde vengan, van a terminar el día en lugares dignos de ser escritos.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Almudena Santos y Lidia Carvajal
Juan J. López | Valladolid y Pedro Resina | Valladolid
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.