En una sociedad democrática cada cual es muy dueño de ejercer su propia libertad con el único limite de que ese ejercicio personal no entre en colisión con los derechos, igualmente libres, del resto de la colectividad. Así las cosas, hay personas que se han ... negado a recibir la vacuna contra la covid-19 pretextando toda suerte de motivos, algunos más serios y otros directamente lisérgicos. Entre los últimos se encuentran la supuesta inoculación de un chip para controlarnos a todos desde oscuras sociedades secretas comandadas por los más ricos del planeta. En fin, que «hay gente pa tó», como bien señaló en su día Rafael Gómez Ortega, 'el Gallo'.

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El problema fundamental de los anti vacunas es que desarrollan su vida al lado de la nuestra y que esa actitud nos afecta muy directamente a los demás. Ensalzar, a estas alturas, las bondades de la vacunación como uno de los avances científicos más destacados desde el siglo XX, está fuera de lugar por obvio. Negarse a recibir una inyección protectora ante una de las pandemias más devastadoras que hemos conocido las generaciones actuales, es una postura egoísta que pone en riesgo la propia vida del negacionista y la de los demás. Vacunarse no es una opción en estos momentos, sino un deber cívico. Uno puede entender que algún ermitaño que habite en lo más alto de un monte y no piense abandonar su casa más que para recoger en la puerta semanalmente los artículos de primera necesidad, mantenga su obstinación en no someterse a la inyección de los fármacos de Pfizer, AstraZeneca o Moderna. A fin de cuentas, no va a relacionarse con nadie. Pero otra cosa es quien va a la oficina, al supermercado o a recoger a los niños al colegio. En ese caso el peligro para la colectividad es evidente.

El virus no ha desaparecido, está y habita entre nosotros, como demuestra el repunte de casos en todo el mundo. Ante esta situación algunos países han decretado poner límites al movimiento de quienes no presenten un certificado de vacunación. Y está bien. Parece justo que en las actuales circunstancias los confinados y limitados sean quienes han rechazado protegerse y no la inmensa mayoría que si lo ha hecho. Si se exigiese el pasaporte covid para acceder al transporte público urbano, a los cines, teatros, restaurantes, bares, grandes almacenes, trenes, aviones, universidades y todos los lugares cerrados; los anti vacunas lo tendrían mucho más difícil, además de complicado. En lugar de encerrarnos a todos y levantar barreras horarias a nuestra actividad, es razonable que sean los contumaces negacionistas quienes se vean sometidos a estas restricciones.

A veces no somos conscientes de lo que tenemos. Cuando en muchas partes del mundo hay personas clamando por una vacuna de la que carecen, en Estados Unidos y en Europa, sólo tenemos que acercarnos a un centro médico, extender el brazo y recibir el pinchazo protector. Todo en un mínimo lapso de tiempo y, además, gratis. Por eso rechazar la vacuna resulta tan incomprensible como obsceno. «Es que no están probadas», nos dicen y «no se conoce lo qué pasará a largo plazo». Centenares de millones de personas, ya vacunadas, parecen una buena muestra. En cien años todos calvos, pero en el tiempo presente sabemos que la covid-19 puede causar daños orgánicos muy serios y provocar la muerte. Rechazar esto es jugar a la ruleta rusa, y el disparo letal, no lo olvidemos, es tan real como irreversible. Cada cual sabrá lo que se juega en este envite.

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