El australiano Peter Singer es profesor de bioética en la Universidad de Princeton y fundador de la ONG 'The Life You Can Save'. Ha escrito libros sobre animalismo, ética de la alimentación, veganismo, hambruna y abundancia, etc., y en 2013 fue nombrado el tercer ' ... pensador contemporáneo más influyente' del mundo por el Instituto Gottlieb Duttweiler.
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Se da además el caso de que este personaje nació en Victoria, el estado australiano que fue la primera jurisdicción del mundo que declaró obligatorio el cinturón de seguridad en los automóviles. Aquella decisión, controvertida, suscitó una gran polémica en Australia que se extendió pronto a todo el mundo. Versaba, como es obvio, sobre los límites de la seguridad personal. Los adversarios de la medida esgrimían la autonomía personal, puesto que el cinturón protegía la vida de quien lo utilizaba pero no la de terceros, por lo que la obligatoriedad interfería innecesariamente en la autodeterminación.
Pronto se vio que aquel argumento caía por su propio peso: la industria automovilística lleva muchas décadas investigando para acrecentar la seguridad de los automóviles frente a los impactos; el cinturón era un artilugio más de aquella carrera que redujo radicalmente la siniestralidad vial. Cálculos aproximados aseguran que en los Estados Unidos el cinturón ha salvado directamente unas 370.000 vidas y ha evitado numerosas lesiones graves. Fue aquella una época tardía en que también se empezó a perseguir la conducción bajo los efectos del alcohol y los estupefacientes. Aunque es cierto que en este caso la amenaza se extiende a terceros: el conductor borracho es un peligro para los demás. Y en este caso se cumple el conocido criterio de Stuart Mill: el único propósito por el cual el poder puede actuar legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es prevenir daños a otros«.
La polémica australiana se extendió a todo el mundo. Pero el cinturón se fue imponiendo con su lógica aplastante y el fragor del debate se fue apagando: tenía sentido obligar a utilizar un elemento de seguridad que salvaba estadísticamente numerosas vidas. Y pronto se establecieron medidas suplementarias para hacer inexorable la obligatoriedad: la no utilización del cinturón producía un ruido ensordecedor que molestaba al conductor o, sencillamente, no permitía arrancar el vehículo.
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Lo que ahora se discute es el derecho a no vacunarse, esgrimido por los negacionistas. En primera instancia, el parangón con el cinturón de seguridad es evidente: puede ponerse legítimamente en duda el derecho del Estado a preservar la salud de un sujeto determinado. Pero, por aplicación del criterio de Stuart Mill, no hay duda de que se puede actuar para evitar que el díscolo que se niega a combatir el virus sea vehículo de contagio en el seno de la comunidad. En este sentido, es perfectamente legítimo y además deseable que se obligue radicalmente a vacunarse al personal sanitario y de servicios sociales en contacto con ancianos (residencias), pacientes (centros de salud), y que se impida a las personas no vacunadas acceder a recintos gregarios (cines, teatros, restaurantes) donde puede producirse con mayor facilidad el contagio.
Nada hay más tranquilizador que el garantismo judicial en las grandes
democracias, pero ese criterio ha de aplicarse de acuerdo con el principio de racionalidad. No es racional pretender que la libertad de un ciudadano para contagiarse y transmitir el virus a su alrededor ha de predominar sobre el derecho a la vida de todos los demás.
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Y si no se quiere imponer la vacunación obligatoria, hágase como ya se hace en Francia o Grecia: limítese drásticamente el acceso a los no vacunados a los lugares de encuentro de la ciudadanía, oblíguese a permanecer aislado, y promúlguese una norma penal que sancione a quien, por imprudencia, extienda la pandemia a personas de su alrededor. Lo grave del caso es que el negacionismo casi siempre se sustenta sobre la superstición y la incultura; y esta evidencia lanza un expresiva señal a los responsables de la educación de todos los países, incapaces al parecer de infundir la racionalidad y la ética básicas al final de los ciclos de la educación obligatoria.
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