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Llorar también es cosa de hombres. Hasta el valiente Aquiles, 'el de los pies ligeros', se pone a llorar varias veces en la 'Iliada'. Llorar, lamentarse de ser víctima de un contubernio político, tampoco es, según Donald Trump debilidad, sino una estrategia capaz de tapar ... el agujero de los presuntos amaños y vergüenzas durante su enredo con el también comediante y presidente de Ucrania Volodímir Zelenski. Pretendía Trump hundir a su adversario Joe Binden, candidato del Partido Demócrata, dos años antes de que se celebren las elecciones presidenciales, en noviembre próximo.
Es cierto que Donald Trump es un buen comediante, con grandes facultades para hacer reír, pero sabe alternar sus escenas cómicas y las de drama, el llanto y la tragedia escrita por él mismo. No caben hoy las risas en el vetusto hemiciclo del Senado, donde está siendo juzgado por el delito de abuso de poder. Así que el versátil presidente, mientras acusa a sus adversarios demócratas de lanzarse a una caza de brujas contra él, derrama lágrimas de dolor y reparte ramos de olivo sobre la bancada de los adversarios que le han declarado la guerra a muerte. El protagonista del espectáculo, acostumbrado al papel de acosador, se declara víctima y perseguido por quienes le acusan y quieren destruirle a él y a la nación, los pérfidos senadores demócratas, inquisidores y desquiciados. Ya se sabe que el talento de Trump tiene como punto de fuga el teclado de su teléfono móvil, instrumento de gobernación con el que el pasado jueves batió el record de mensajes desde las montañas de Davos (Suiza): 142 tuits a sus simpatizantes en una sola jornada para mostrar su perfil pacifista y echar abundantes lágrimas sobre el incendio del Senado de Washington.
Rich Lowry, comentarista político de largo alcance, advirtió hace años, cuando aquel político advenedizo hurgaba las debilidades de su adversaria Hillary Clinton, que «Trump es el llorón más fabuloso de toda la historia política de los Estados Unidos de América». Llorar puede ser un arma política, también una estrategia infantil para pedir clemencia, generar compasión y escapar del castigo, cuya utilidad explicó el orondo inquilino de la Casa Blanca hace semanas en una entrevista emitida por la cadena CNN: «Soy el llorón más fabuloso del mundo», admitió Trump. «Y seguiré quejándome y lloriqueando hasta que gane». El estilo literario de los mensajes virales de Donald Trump tiene sus ejes en la mentira, la negación y el desafío; es decir, la práctica de propaganda del método orwelliano que logra mantener a la gente enojada y frustrada gracias al peso y la importancia que desempeña el lenguaje en la formación de pensamientos y de emociones colectivas.
El procesamiento del presidente Bill Clinton para su destitución hace veinte años, conocido como el caso Lewinsky, no fue para mí el mejor ejercicio periodístico que me tocó vivir y contar. Aquel paraíso de la noticia política, escándalo frondoso y ameno solo en apariencia acerca de detalles tan exquisitos y populares como los de la práctica del sexo oral, tuvo también en su origen el propósito de erosionar el terreno electoral del partido adversario pocos meses antes de unas elecciones presidenciales. Sin embargo, difieren las causas delictivas de la acusación (perjurio, en el caso de Clinton; abuso de poder y obstrucción a la justicia, en el de Trump) y las perspectivas políticas de los protagonistas: a Bill Clinton, asediado en el final de su segundo mandato, aquel calvario rayano en la pornografía le valió la pérdida de su aureola de buen presidente; Trump se juega la reelección tras su primer mandato, desvergonzado en las formas y frecuentemente aberrante en el contenido.
Se suceden en el hemiciclo los discursos ordenados con la rigidez de una liturgia vaticana en medio de un profundo silencio, impuesto bajo amenaza de cárcel, y no se esperan más testimonios que puedan erosionar la estrategia cerril de los republicanos: llegar cuanto antes a la votación final y evitar «la ignominia y la traición de este circo de payasos que invaden esta casa sagrada de la democracia», claman los senadores de la mayoría republicana. Pero si no hay testigos ni hechos ni pruebas, no puede hacerse justicia, a pesar de que «la conducta del presidente Trump representa la peor pesadilla contra la democracia imaginada por nuestros padres fundadores», dice el texto firmado por los demócratas. Más aguerridos y con la piel muy fina se muestran los abogados de 'Mister Donald', sus defensores con sello de la Casa Blanca: «Este es un juicio político cuyo descarado e ilegal fin es anular el resultado legítimo de las elecciones de 2016 y mermar las posibilidades de reelección del presidente».
Con su mayoría confortable en la Cámara Alta (53 senadores republicanos frente a 47 demócratas) Donald Trump ya ha puesto en orden el campo de batalla electoral: frenazo militar de Irán, tratados de buena vecindad con Canadá y México y bonanza de la economía estadounidense, armisticio comercial con China, menos paro, Wall Street en la cresta de la ola… «Es la economía, estúpido». Con ese eslogan, echó Bill Clinton a George H.W. Bush de la Casa Blanca hace veinte años y será el más fecundo campo de propaganda electoral para Trump quien, a pesar del desgaste del 'impeachment', sobrevivirá si mantiene la lealtad de su partido, que ha convertido el juicio contra el presidente en un paracaídas de emergencia para salvar a la nación.
La maquinaria institucional de los Estados Unidos es un modelo universal para el recto ejercicio de la democracia, pero cuesta trabajo creer en la independencia del centenar de senadores/jueces, personas de experiencia con más de 30 años de edad, que deben lealtad a su propio partido. No es probable y sí casi imposible, en esa matemática de la justicia solo aparentemente ciega, la traición necesaria de una veintena de senadores del Partido Republicano, el Gran Partido Viejo. Aunque no sea ni justo ni necesario, lloremos, lloremos todos la postrera lágrima con el más rimbombante presidente estadounidense, Donald Trump, cuyo dialecto orwelliano aniquila el pensamiento.
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