Pasear por la Concha de San Sebastián y disfrutar de su brisa marinera a las diez y cuarto de la noche de un jueves de julio, tras haber disfrutado de un besugo y de media botella de verdejo –el chacolí se lo dejamos a ellos– ... es algo que realmente no está nada mal. De hecho, está bastante bien, no vamos a negarlo. Pero parece claro que tampoco tiene nada de especial. Está bien como está bien un zumo de naranja natural, un batido de chocolate, una canción de Mocedades. Es algo evidente, sin matices, casi infantil, como recién sacado de un manual de consensos plenos, como la belleza de Aitana o las gambas al ajillo. Lo mismo puede sucedernos si escribiéramos de un amanecer en El Puerto de Santa María, de un atardecer en una terraza de Ibiza o de una noche estrellada en el pre pirineo oscense, viendo pasar las perseidas como quien ve pasar la propia vida.
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Muy bien. No tengo nada que reprochar. Pero tengo que decir que todo lo anterior lo puede hacer prácticamente cualquiera. No hay nada heroico en ello. Pero, sin embargo, para recorrer la calle López Gómez a las cuatro de la tarde, con cuarenta y dos grados en el termómetro de la Plaza de Zorrilla y una guía de Valladolid debajo del brazo hay que tenerlos cuadrados. Ayer vi esa escena: una familia de turistas franceses, el padre, la madre y tres hijos rubios y blancos como el corazón de Juana de Arco, todos con sus viseras, sus pantalones cortos, su resplandor como de haber releído a Chateaubriand y su cara de haberse equivocado y no querer aceptarlo. No había nadie en la calle más que ellos y yo. Yo con las pocas ganas de vivir que le corresponden a un pucelano que recorre López Gómez mientras sus congéneres descansan en Suances, en Comillas, en su pueblo o directamente en sus sofás, con sus Juegos Olímpicos, sus cafés con hielo y sus helados de Baonza. Y los franceses avanzando como héroes postmodernos, como Ulises retornando de Itaca, pero, en su caso, hacia la nada. Supongo que habrían almorzado a una hora civilizada, qué sé yo, la una y cuarto. Para ellos, por lo tanto, era por la tarde. Los pobres no saben que en Valladolid en verano la tarde es un concepto fantasma, algo sin contenido, un breve interludio entre los recados de la mañana y el paseo sin fe de cuando ha caído el sol. Y allá iban ellos, con esas ganas de ver La Antigua. O La Catedral. Quizá la Universidad o Santa Cruz. No lo sé. Pero tengo claro que, cuando llegaran a donde querían llegar, estaría cerrado. Y las tiendas, claro. Y media ciudad. Y se preguntarían dónde está la gente, qué pasa en esta ciudad, de qué región del averno sale este calor como de país subdesarrollado con insectos como portaaviones.
La escena tiene algo de surrealista, como un cuadro de Dalí en el que el tiempo y la lógica se hubieran disuelto bajo un bochornazo lisérgico. Yo no sé qué pondrá en esa guía, pero creo que toda guía de Valladolid debería empezar diciendo que, por favor, se abstengan de venir en julio o en agosto. Que hace mucho calor, que aquí no hay nadie, que no es nuestro mejor momento. Que visitar Valladolid en esas épocas es como ir a casa de alguien sin avisar y encontrarte a la señora en bata, al señor en tirantes y el pasillo como el recorrido de la final de 100 metros obstáculos.
Habría que decirles que, en otras épocas del año, Valladolid tiene su encanto. El otoño semincero, la Navidad bucólica, la alegre primavera. Hay tapas, lechazos, hay gente, hay vida. Pero en julio, la ciudad es una sombra –es un decir– de sí misma. Y ver a estos gabachos caminando por las calles desiertas es descorazonador. Están allí, en la Plaza Mayor, frente al Ayuntamiento, buscando una sombra donde poder sentarse a descansar, sin saber que la única sombra que encontrarán en este desierto es la del ciprés, que es alargada. Y sirve para dar refugio a hombres pintados por El Greco. A mí me daban ganas de llevármelos a casa, sacar una cervezas y pedirles perdón. Y yo creo que no solo me pasa a mí, la situación no deja de llamar la atención de algunos vecinos que, desde sus ventanas, observan a los turistas como quien observara a avutardas en Villafáfila. «¿Qué pensarán estos pobres diablos?», se preguntarán entre sorbito al gazpacho y bocado al melón. «¿Qué les trajo aquí, precisamente aquí, en plena ola de calor del mes julio? ¿Una oferta irresistible de algún guía fraudulento? ¿Una confusión en las reservas de hotel?»
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José F. Peláez
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Hay algo de heroísmo en estos turistas, en su determinación por encontrar la contrarreforma entre un calor que distorsiona la visión y un delirio como de saharaui en un espejismo. Cada paso que dan es un pequeño acto de valentía. ¿No sería más fácil rendirse, refugiarse en la habitación del hotel y esperar a que el sol se apiade de ellos? Probablemente. Pero estos turistas no se rinden tan fácilmente. Han venido a ver Valladolid y por San Pedro Regalado que lo harán. Aunque, en Valladolid, en verano hasta las estatuas se toman vacaciones.
Yo siento compasión. Han llegado a una ciudad que no es la mejor en un mes de julio y se mueven por ella como si la estuvieran redescubriendo, pero sin encontrar más que puertas cerradas y callejones sin salida. Y, sin embargo, lo hacen con una gracia involuntaria, con esa alegría inconsciente que sólo puede permitirse quien ha perdido ya del todo la esperanza. Quizá, al final del día, cuando el sol comience a descender —lentamente, como si también él estuviera de vacaciones—, nuestros turistas accidentales se encontrarán en algún rincón del Campo Grande, disfrutando de una sombra redentora y preguntándose exactamente por qué decidieron venir aquí en julio. Después de todo, eso es lo que hacen los turistas: encuentran belleza en lo extraño, en lo diferente, incluso en las calles vacías de una ciudad distópica. Pero cuando se vayan habrán hecho algo más que visitar una ciudad. Habrán sobrevivido a ella. Y cuando regresen a sus hogares, podrán contar la historia de cómo, una vez, fueron los únicos seres vivos en las calles de una ciudad legendaria, paseando por López Gómez como quien se entrenara para pasear por el fin del mundo.
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