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Conocí a Nabil Shiad en Rafah sobre los escombros de su casa destruida por los cohetes israelíes, un laberinto de paredes horadadas por los disparos, cascotes y vigas derrumbados sobre ropas y muebles aplastados pocos minutos después de que la familia huyera despavorida. A un ... centenar de metros de la catástrofe, se recortaba la silueta ondulante del muro de hierro, levantado por el ejército egipcio a lo largo de doce kilómetros de la frontera entre Gaza y la península del Sinaí. Aquel joven espigado y alegre, conocido en su barrio de Tal Al Sultan con el apodo de 'Nabil el ingeniero' estaba acostumbrado a ver la vida desde la profundidad de su tierra perpetuamente acosada. Había asesorado a sus vecinos en la construcción de una decena de túneles a través de la frontera, cruzando bajo aquella valla férrea oxidada por el relente nocturno del desierto.
Hace quince años el negocio de los túneles clandestinos, que los comandos de Hamás decomisaron en beneficio propio, había alcanzado su nivel más boyante, cuando el gobierno egipcio ordenó clausurar la aduana de Rafah alegando razones de seguridad militar. Sonó la hora de la prosperidad y los amigos de 'Nabil el ingeniero' seguidos de otros arriesgados jóvenes palestinos abrieron en pocos meses centenares de túneles, estrechos pasadizos de unos dos kilómetros de longitud a través de las arenas finas del Sinaí. Por allí transitaba la prosperidad de una importación de mercancías de tamaño exíguo, ropas y calzados, medicinas, drogas, teléfonos móviles y pequeños electrodomésticos. Su decomiso permitió luego a los milicianos de Hamas traer hasta Gaza desde el otro lado de la frontera el suministro de armas de fuego y los materiales necesarios para fabricar los cohetes Kassam.
Es probable que el ingenio de Nabil Shiad se haya despertado estos días al conocer la fantasiosa propuesta de Donald Trump para acabar con esa otra guerra de los cien años que libran con los palestinos y los israelíes: la construcción de un túnel de unos cincuenta kilómetros de longitud desde La aldea de Beit Hanum (Gaza) hasta el límite sur de Cisjordania, conexión subterránea entre los dos territorios territorios palestinos más extensos, por donde ellos podrían circular libremente, dejando a salvo la seguridad de las ciudades israelíes intermedias a lo largo de ese trayecto. El presidente Trump ha alumbrado una más de sus disparatadas propuestas, como la del muro entre Estados Unidos y México, para echar humo y dejar sin solución a otro conflicto que él considera tan lejano como incomprensible en su mente de gestor de sombras.
La eterna disputa palestino-israelí ha regresado por obra y magia de Donald Trump a su casilla de salida. Animado por su obsesión de emperador ignaro, Trump marca el paso de la paz firmando una generosa y diligente propuesta de negociación con la Autoridad Palestina que le ha redactado otro perseguido de la justicia, en horas bajas como él, su socio Benjamin Netanyahu. El presidente israelí está acorralado por los escándalos económicos que perpetró en sus dos mandatos, durante los cuales condenó además al ostracismo diplomático a los líderes palestinos. Presentarse como mediador en tales condiciones, el pacificador merece ya desprecio universal, por la añagaza que encierran y el grado sumo de hipocresía que traslucen sus propuestas jamás aceptables por el adversario.
Por una inspiración quizás divina del mediador Donald Trump, anunciada en el último tramo resbaladizo de su presidencia, se vuelve a desplegar la mesa de los mapas tres décadas después de que fracasara la propuesta pacificadora de su antecesor Bill Clinton. Se trata de redibujar fronteras, ejercicio que allí practicaron también sin éxito los británicos. La propuesta de Trump y Netanyahu, el tándem más florido de la diplomacia en Oriente Medio, se limita a facturar las victorias militares israelíes de 1967 (Guerra de los Seis Días) y 1973 (Guerra del Yom Kipur): la anexión de los Altos del Golán, la conquista del valle del Jordán, la ocupación de Jerusalén y el asalto colonizador a Cisjordania.
Benjamin Netanyahu, el único político israelí de primer orden que nunca superó el grado de capitán en el ejército, pretende firmar ahora con uniforme de general la anexión de tierras ya colonizadas pagando a los palestinos con la cesión de cuatro esquinas vacías en los territorios periféricos y desérticos para lograr la definitiva fragmentación del mapa acordado en los Acuerdos de Oslo. En la sede de Ginebra, donde se negociaron, entrevisté en 1990 a Rashid Khalidi, brillante profesor en la Universidad de Columbia y asesor por entonces del presidente Yasir Arafat. Él sostiene que el conflicto palestino-israelí debe entenderse como una tardía guerra de conquista colonial, regida en la política y en los campos de batalla por los mismos patrones y la mentalidad de los movimientos nacional-coloniales del siglo XIX. La consigna sionista de «una tierra sin gente para una gente sin tierra» caló en los sentimientos y las creencias de los primeros colonos judíos y sigue siendo el eje de la política israelí para justificar la expulsión de los palestinos y la ocupación de sus tierras. Es admirable la atracción mediática que convoca desde hace un siglo la violencia que no cesa en aquel exiguo territorio desde el Mandato británico, la creación del Estado de Israel, la expulsión de los palestinos y su encerrona definitiva en Gaza y Cisjordania, suelo sagrado al que nunca renunciarán los sionistas.
Muros, vallas, túneles... El plan de Trump para vencer la animadversión entre esos dos pueblos de raíz semita no pretende alcanzar la firma de la paz, sino cumplir con otro de los requisitos exigidos a los presidentes de los Estados Unidos: proponer un acuerdo entre ellos a la luz del día y en baldío. Ante tal confusión, la oscuridad de los túneles y sus infinitas utilidades podrían inspirar a mi amigo gazatí Nabil Shiad, experto perforador de arenas, la construcción de una carretera subterránea desde Beit Hanum (Gaza) hasta el sur de Hebrón (Cisjordania). No es probable que los israelíes den su permiso: esa línea imaginaria pasaría bajo las instalaciones nucleares del ejército israelí, cerca de Beer Sheba.
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