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Tengo esa sensación. Es como si me hubiera dejado engullir por Valladolid para recorrer el sistema digestivo de la ciudad en un acto voluntario del que no me arrepiento, cierto, pero que dudo mucho que repitiera estando en mi sano juicio.
Hacía mucho que no ... pasaba tanto tiempo bajo la ducha.
Al parecer, existe un proyecto de urbanismo que recoge la recuperación del antiguo cauce del Esgueva con la intención de hacer una ruta subterránea de interés turístico, una ruta que ha permanecido escondida bajo el asfalto que hay desde el mercado del Val hasta la plaza de Poniente. Los papeles dicen que no van a resultar nada sencillas las labores de rehabilitación de estos tramos, que incluirían la retirada de toneladas de lodo, abrir nuevos conductos de ventilación y replantear el vertido de aguas fecales que confluyen en esa parte del recorrido. Desconozco la cuantía económica del plan, pero, bajo mi punto de vista, pasear bajo los arcos de piedra del antiguo puente de San Benito y dejarse apabullar por las enormes bóvedas de ladrillo conectadas a través de tenebrosos pasajes, podría resultar francamente atractivo tanto para los vallisoletanos más curiosos como para los foráneos que nos visitan cada vez con más asiduidad.
Dicho esto, no ha sido el divertimento lo que me ha llevado esta mañana a enfundarme el mono de protección del Grupo de Subsuelo de la Policía Nacional y, como mencionaba al principio, convertirme en bolo alimenticio de la voracidad urbana. Por motivos que algunos ya habrán intuido, no desvelaré el esófago por el que he descendido unos seis metros con la ayuda de un arnés hasta el intestino delgado, o, más que delgado, estrecho, porque sin padecer claustrofobia lo primero que he sentido cuando he vuelto a pisar el firme ha sido la falta de oxígeno. «No seas moñitas», me repetía mientras esperaba a que bajara el inspector Llanes. Arriba me habían advertido de que íbamos a avanzar aproximadamente cien metros a través del intrincado subterráneo hasta alcanzar el lugar concreto al que quería llegar. Encorvado, los primeros pasos tras el mono blanco de David, el policía que abría la expedición, me resultaron angustiosos. Sudando más por el agobio que por la humedad, llegamos a un punto donde tocaba reptar, y, diez metros más allá, el descalzamiento. Era lo que hay detrás de esa pared de ladrillo y tierra lo que me interesaba. Media vuelta. Al salir de nuevo al exterior agradecí como nunca la bocanada de aire fresco siendo consciente de que aún quedaba lo peor: el recorrido por el intestino grueso. Porque un colector de aguas fecales es precisamente eso, el cauce al que van a parar los desechos de las viviendas y locales de un área urbana concreta en su tránsito hacia el recto –la depuradora–. Necesitaba vivirlo para contarlo, pero cuando me vi caminando entre excrementos a la deriva, pensé: «Soy un idiota, no voy a ser capaz de relatar este hedor como merece». Lo cierto y prodigioso es que no tardé más de cinco minutos en acostumbrarme al medio y lo peor no era lo que flotaba en ese caudal ocre de discurrir calmado, ni siquiera me molestaban los insectos negros de seis patas con largas antenas que son la especie predominante del ecosistema fecal; lo que de verdad me preocupaba era encontrar el punto exacto. Cuando el inspector Llanes me dijo: «Desde aquí podrías acceder a XXX», sonreí complacido, y antes de iniciar el ascenso ya tenía planificado el delito en mi cabeza.
¿Y qué puede haber más satisfactorio que eso?
Una ducha larga y algo con lo que mojar el gaznate, por ejemplo.
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