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En Mantería hay un puesto de acerolas. De modo mágico, casi místico, se convertirá, allá con las primeras nieblas, en uno de castañas y un ... poco después, llegando el Domingo de Ramos, en uno de palmas, carracas y hojas de olivo. Y también entonces escribiremos sobre ello, por supuesto, sobre la castañera y sobre los niños que estrenan calcetines y todo el universo de costumbrismo castellano que nos somete desde pequeños, que se nos mete dentro, nos cala hasta los huesos y que, más que un recurso literario, es una cosmovisión, una forma de mirar las cosas, un modo de estar en el mundo que, de paso, nos permite no manchar nuestra prosa con el olor a fritanga de la actualidad y sus mediocres.
El otoño despierta a la Castilla interior, esa que todos tenemos dentro y que es la responsable de que un señor de Elche o uno de Sanlúcar de Barrameda sientan ganas de callarse y sentarse a leer. Y nada más. Ganas de quedarse en casa a leer, en silencio, con una manta vieja que pide acción a gritos mientras por la ventana entra un rayo de sol como de liberado sindical, que está porque tiene que estar pero que ni ilumina ni calienta, un rayo sin voluntad ni fotones que termina en la radio que suena de fondo, una radio familiar que cambia el contexto de casa a hogar, quizá con el aroma lejano de un guiso que no sabes si existe o es recuerdo de tu infancia, cuando en un día como pudiera ser este mismo, comenzaba el frío, te ponías malo y pasabas las mañanas a los pies de tu madre, fingiendo dolor extremo, estirando el muletazo del comodín de la fiebre mientras ella hacía punto, cocinaba y todas esas cosas de fascistas que hoy harían llorar al gobierno en pleno.
Decía Ruano que había que «desconfiar de esas gentes que buscan siempre la novedad y que le tienen miedo, por ejemplo, a escribir sobre el otoño. Mal asunto, quien necesita un buen asunto». En mi opinión, la llegada del otoño a Castilla es un tema inevitable del que no se puede pasar de puntillas. Es un asunto mayor, como los Carnavales en Cádiz o San Juan en Alicante. El otoño es nuestro, nace aquí y desde aquí se expande al resto de lugares, llevando con él un poquito de clase y matando al dominguero que cada español lleva dentro y que el verano elevó a categoría, a oda despiadada y chancletera.
Apaguen, pues, la tele. Cierren las redes sociales. Da igual lo que digan todos. Si desconecta y se aísla, no existe nada más que usted y su camino. El mundo se derrumba, pero aquí solo es otoño, es otoño en Castilla, los bellos días se muestran en toda su grandeza callada y las lluvias de hoy serán los níscalos de mañana. No tengan miedo a escribir a las hojas secas que caen de los árboles, ni a las veredas de los ríos que las pudren. No se escondan en mundanidades litorales, en frívolos ritmos tropicales, en cantos a paisajes de chichinabo. Nuestro folklore es el silencio y la verdad. Quien pueda entenderlo, que lo entienda y quien no, que hable, que hable como un vendedor de crecepelo, pero eso no quitará que sea otoño, que en la calle Mantería vendan acerolas y que solo con esto podríamos escribir un canon, la epopeya del otoño, la trilogía de la acerola. No sé cuantos otoños nos quedan, pero, por si acaso, no lo malgasten. ¿No está claro aún, lo que quiero decir, Dios mío? Oídme: que es otoño y que estamos vivos.
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