Hay quien duda de si es una ministra o un robot. Su resistencia al fuego verbal (de enemigos, de amigos, de aliados) nos hace pensar muchas veces en lo segundo. Pero yo estoy seguro de que no muy lejos de esa cara dura como el ... acero hay un corazón que late. Un corazón de verdad. Todavía no de impresora 3D. Más allá de lo que yo piense, lo cierto es que en estas últimas semanas centenares de condenados (violadores, abusadores, agresores sexuales) brindan por ella, y por su presidente, celebrando la rebaja de sus penas carcelarias. Algunos ya desde casa, mientras sus abogados preparan los papeles para pedir indemnización al Estado, por los días de encierro indebido.
Eso con el sí es sí, la memez con la que el pueblo llano ha bautizado la ya famosa Ley de Garantía de la Libertad Sexual. Un desacierto sin enmendar que distrae sobre otra herida más grande, la de la no menos famosa ley trans, que también tiene su nombre técnico: la Ley para la Igualdad Real y Efectiva de las Personas Trans y para la Garantía de los Derechos de las Personas LGTBI. Y dos huevos duros. Otro desafuero que ha conseguido colocar en el mismo casillero de la oposición, aunque en compartimentos separados, a feministas, socialistas, populares, ultraderecha y adventistas del séptimo día. Y a las personas trans y LGTBI. Y a Carmen Calvo.
Tan solo Alberto Núñez Feijoo, con su eudemonismo, parece acercar posturas con las nuevas leyes sobre la vida humana, prehumana o transhumana, de una legislatura que parece no terminar nunca. Lo del aborto, dice, es un derecho irrenunciable. Y añade: lo que no quiere decir que sea un derecho fundamental. Qué lío. O qué perogrullada: hace ya decenios que los embriones no tienen derechos, ni accesorios ni fundamentales, le guste a quien le guste. En breve nos va a tocar legislar muy en serio sobre la ingeniería genética, o sobre las libertades individuales de los pacientes cuyas enfermedades estén en tratamiento mediante la conexión de su cerebro con un ordenador. La técnica ya existe: nos va a salvar del cáncer de colon, o de mama, pero va a dejar (¿más aún?) nuestro cerebro en manos de los celadores.
Menos mal que nos queda el fútbol. Su infinita ternura. La vieja práctica, seguramente anterior a los derechos del hombre, de la información privilegiada. Esos siete millones de euros por asesoría verbal sobre árbitros, equipos y jugadores que compró el Barcelona. Nada de informes técnicos, nada de big data, nada de inteligencia artificial. Boca a oreja. La apoteosis del chalaneo. Un pufo que deja pequeños a grandes ingenieros del pelotazo como Piqué o Rubiales. Ahora que ya sabemos que mientras vivan sofistas de circunstancias como Gabriel Rufián o Pere Aragonés no habrá independencia de Cataluña, y el Barcelona seguirá jugando en la liga española, consuela pensar que el fútbol sigue firme en el viejo estilo. Frente a la inteligencia artificial, al nacionalismo y hasta al asunto LGTBI. Más despropósito legal: los independentistas lo volverán a hacer, qué duda cabe, pero podrán salir más pronto de la cárcel para asistir a un Barcelona-Real Madrid desde el palco del Camp Nou.
¿Qué está pasando? Los grandes pensadores europeos (de haberlos) andan locos buscando una etiqueta adecuada para nombrarlo, antes de que lo haga el ingenio popular. Algunos ya han dicho que todo esto es causa y efecto de un nuevo 'poshumanismo'. En España, que vamos más avanzados, ya hemos empezado a aplicar el concepto antes de nominarlo. Se llama transhumanización: la capacidad de un joven del presente de elegir la ropa, el aporte calórico del desayuno, la ruta más rápida o el sexo antes de salir hacia el instituto. De conectar su cerebro a la red o de desconectarlo. Hasta aquí me deja hoy escribir el algoritmo. Mañana Bot dirá.
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