Trampantojo

Es un trampantojo de cartón tan realista como esas estanterías pobladas de enciclopedias anacrónicas y colecciones de grandes éxitos de la literatura universal, que sirven para desempolvar de vez en cuando uno de esos tochos a ver si las obras completas de Azorín incluyen 'Confesiones de un pequeño filósofo', que lo mandan en EGB. (Perdón por el atavismo, pero es que en la ESO ponen a Ruiz Zafón, y ese aún no está en los tomos de piel). El decorado de cartón, con su pie de cartón, lleva impresa la foto de unas baldas repletas de literatura sin letras, reducida a lomos de colores, para posar por videoconferencia. Las redes sociales lo crearon como broma, pero queda clara, a estas alturas, su seriedad.

Ni un político sin su estantería. Mañueco, la primera vez, mostraba a su derecha -está todo pensado-, a la altura de su cabeza, en horizontal, un ejemplar de 'Rajoy: Una España mejor'. Pedro Sánchez también posa con bodegón de libros de fondo, y Pablo Iglesias acepta el órdago al otro lado de la pantalla con una estantería a rebosar.

No es casual. Como tampoco que lo hagamos los demás, y aquí me incluyo como pecador reciente. ¿Qué mejor fondo para definirse? Los libros son un símbolo reconocible. Una radiografía de su dueño. Exhibirlos es mostrarnos, dejar al aire nuestras capacidades, opiniones, ideologías. Los que leímos y los que no; los que nos prestaron con buenas intenciones o los que nos regalaron sin conocer nuestros gustos; los que traían mensaje; los dedicados 'con cariño para'; los que se rompieron de manosearlos; los que están sin abrir y los que tienen incorporado el marcapáginas que indica el momento de su abandono, quizá definitivo. Libros que forman a ese que somos y que no puede ocultarse con un trampantojo.