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Entre las cosas que ha cambiado la pandemia está –sin duda– la forma (física o táctil) de percibir la realidad. Es un hecho que, antes, ... solía darse mucho más contacto con lo que nos rodeaba –de los objetos a los sujetos, pasando por escenarios o paisajes–. El no tocar, rozar ni besar ha incrementado, significativamente, un proceso que ya estaba en marcha. Pues el mal llamado 'distanciamiento social' ha traído consigo –en bastantes casos– un alejamiento progresivo de las personas respecto a la realidad.
Conversar, reunirse, viajar, desplazarse, llegaron a convertirse en actividades raras y –a ratos– casi prohibidas, pero siempre problemáticas. Y, aunque ahora empezamos a recuperar –no sin temores ni reservas– aquella normalidad previa a la enfermedad, es como si la experiencia vivida hubiera condicionado las sensibilidades y las mentes. No poca gente semeja sentirse más segura y reconfortada dentro de la burbuja creada por los dispositivos digitales que han venido utilizando a diario. La vuelta al mundo real les causa miedo; e interactuar con otros –cara a cara– una enorme inseguridad.
No se trata, ya, de la enfermedad, de la amenaza del maldito coronavirus sobre la que médicos y expertos continúan –de vez en cuando– alertando. Es una fobia a la vida verdadera, a las realidades cotidianas, a comunicarse con los demás. Nada tan nuevo, en el fondo, porque hacía tiempo que el ver todo lo que pasaba a través de medios tecnológicos habría producido que viviéramos los acontecimientos como un espectáculo, a modo de películas ajenas a nosotros. Una alteración cognitiva que nos estaba preparando para esta normalidad devaluada de la postpandemia, si bien lo ocurrido ha roto toda previsión y concluido de manera abrupta el camino hacia el cambio desde una época a otra. Podría decirse que las imágenes, los espectros cinematográficos, han sucedido o reemplazado a los seres de carne y hueso, lo virtual a lo corpóreo. Que la imagen vale más que la verdad. Que es la apoteosis de los hologramas, la era del avatar. En ese contexto, resulta muy expresivo de tal situación el indecente «lo hemos grabado», que fue la frase con que los detestables miembros de 'la manada' alardeaban entre ellos –y con sus amigotes internáuticos– del delito cometido. Una frase que equivale a «es verdad», por si no lo creíais: «Ahí nos tenéis». Frase e imágenes que contribuyeron, finalmente y en un grado importante, a su condena.
Una información publicada en estos días revelaba que casi el 20% de los encuestados en una investigación del CIS sobre relaciones afectivas en tiempos de pandemia declaraban haber visitado, asiduamente, webs de carácter pornográfico durante el confinamiento. La añagaza de una relación amorosa o sexual con alguien en vez de la relación en sí. El fantasma del amor en vez del amor. Probablemente se trate de un indicio no menor de que el amor entendido al modo occidental –que tantos siglos costó construir– está desapareciendo. O herido de muerte. Entre poliamores, relaciones abiertas y adicciones solitarias ante una pantalla, Eros no tiene nada que hacer. Solamente se retira.
Hay una película que no ha merecido –en mi opinión– el reconocimiento y atención que debiera, pues es de lo mejor que se ha filmado en España en las dos últimas décadas: 'Rincones del paraíso', de Carlos Pérez Merinero. En ella, un atribulado Juan Diego, en el papel del policía que pierde su puesto por confundir –lamentablemente– su ficción con la realidad, se entrega a una afición enfermiza por las imágenes escabrosas. Deja la pistola y emplea una cámara que ha confiscado como si lo fuera. Tras grabar macabras escenas de sexo de una prostituta con sus clientes sobre las tumbas de un cementerio y entrar en la vida de ella –no se sabe bien si para chantajearla o poseerla de alguna forma– la realidad se le irá de las manos; y morirá al lado de la mujer inesperadamente. Un joven traficante de videos inmortaliza el momento y baja eufórico por el terraplén que lleva del camposanto a un paisaje de desoladores descampados. «¡Lo tengo!» –parece gritar–. Como los imbéciles de tantas manadas que se drogan con sueños muertos.
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