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Es esta una historia antigua, casi una leyenda. Desde hace veinticinco siglos, el toro pisa y pace la hierba de las praderas suaves y acuosas ... de la Camarga francesa, un paraíso donde el río Ródano se despide antes de acostarse en el Mediterráneo. Por ese mar de tantos mitos llegó hasta allí el toro bravo, a bordo quizás de una nave griega, según cuenta una crónica cuya certeza nadie pone en duda en esa comarca azulada y plana, donde los caballos y los toros contemplan amaneceres vertiginosos. Han pasado los milenios y en esas tierras del meridión francés se crían toros de buena casta y se celebran festejos taurinos con las mismas garantías rituales que al sur de los Pirineos.
Medio centenar de poblaciones del sur girondino y occitano integran la Liga de Ciudades Taurinas de Francia, supremo organismo del gremio encargado de aprobar el Reglamento aplicable en todas las plazas de toros que existen en esas regiones meridionales. Como si de una ley sagrada y planetaria se tratara, el toro del mito mediterráneo no puede traspasar hacia el norte el legendario Paralelo 44 que cruza la papal ciudad de Aviñón. Tienen derecho a organizar corridas de toros solo medio centenar de esas ciudades, las que no han perdido esa tradición ancestral, aunque pueden ser borradas del mapa taurino francés por la carencia de ese festejo durante más de una década, derecho avalado por una ley de la Asamblea Nacional aprobado hace setenta años.
Había corridas en París hace dos siglos, atracción perdida; pero la fe ciega y casi religiosa de los aficionados se pone a prueba cada temporada solo en el sur para conservar ese derecho centenario ofreciendo en otoño y primavera carteles del mayor prestigio en plazas tan acreditadas como Arles y Nîmes.
Cambian los tiempos, mudan los dogmas y se alteran los valores colectivos. Los grupos parlamentarios de la Asamblea Nacional llamados Insumisos jalean estos días un debate contra la corrida en defensa de los derechos de los animales, y su portavoz, el diputado Aymerich Caron, parisino y animalista, defiende la aprobación de una ley prohibitiva de las corridas de toros. El asunto es una más de las serpientes marinas que animan el hemiciclo parlamentario con debates acalorados y sin coste en los presupuestos del Estado. El argumento moral del parlamentario Caron, la defensa de los derechos de los animales, se refuerza con una insólita premisa de derecho constitucional: la defensa de la unidad de la república y la igualdad de sus leyes para todos sus ciudadanos porque, según el ponente, además de la barbarie que practican, esos feudos taurinos del sur ponen en peligro los valores compartidos por los franceses y la unidad de la patria.
No es probable que la propuesta de suprimir las corridas de toros prospere en la definitiva votación parlamentaria el próximo miércoles. Desde la izquierda más extrema, la del partido comunista, hasta la bancada ultraderechista de Marine Le Pen, el voto defenderá el respeto a la diversidad de las tradiciones regionales que, como los espectáculos taurinos, incluso los cruentos, forman parte de las raíces de cada uno de esos territorios.
Incluso en las filas de la izquierda, la respuesta negativa es unánime. «En mi circunscripción hay plazas de toros, corridas y espectáculos taurinos incruentos, pero puedo afirmar que allí no hay bárbaros», alegó en el debate parlamentario el diputado comunista Pierre Dharréville. El respeto de la corrida de toros o su abolición es una cuestión que no requiere debates largos y sobre la cual la mayoría de los franceses mantiene una opinión bien determinada.
Según las estadísticas de opinión sobre este asunto, la mayor parte de los franceses creen que la corrida cruenta se extinguirá con el paso del tiempo por falta de adeptos. La fiesta de los toros tiene en Francia sus raíces en la exaltación ejercida por la élite de intelectuales, escritores y artistas entregados con fervor al misterio, arte y enigma de esa tradición importada de España y convertida allí en espectáculo selecto.
Uno de sus apóstoles, el escritor Jean Cau, en su juventud secretario privado del filósofo Jean Paul Sartre, opinaba que la corrida auténtica solo se ofrece en España, porque «la lucha del toro y el torero debe ofrecerse en un escenario de sol y moscas». Con su maestría de buen aficionado y gran narrador, Jean Cau, autor de media docena de libros sobre la tauromaquia, contaba gratis a sus amigos ocurrencias y observaciones de la lidia sentado sobre un sillón napoleónico en su casa: según él, los franceses asisten a la corrida con un manual de tauromaquia en la mano, guardan silencio y solo aplauden la faena del torero al final de cada tanda de pases.
Sostiene el diputado animalista Aymerich Caron que «la tauromaquia es hoy una fórmula del separatismo en Francia que debe aniquilarse en bien de los derechos de los animales y la unidad de la República». En las plazas de toros al sur del Paralelo 44 hay menos sol y pocas moscas. A los toreadores, palabra inventada por los franceses para llamar a los diestros, les seduce esa afición tan cultivada, aunque protestan porque lleven un libro en la mano. Hace medio siglo Luis Miguel Dominguín anunció que estaba próximo el día en que Francia y sus aficionados habrían de salvar a la corrida. Parece prematuro aplicar el vaticinio porque, en esto de los toros conviene no dar crédito a los expertos en laberintos taurinos y a los profetas.
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