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Decía Proust que los vigilantes de la playa suelen ser prudentes porque, con frecuencia, no saben nadar. El mundo está lleno de insensatos que se arrojan desde acantilados, ignoran la reseca de las mareas y se adentran en el mar cuando las olas están más ... furiosas. En muchas ocasiones, hasta golpeamos al mar con cadenas –como hizo el tonto de Jerjes con el de los Dardanelos cuando fracasó en su intento de atravesar el estrecho de Estambul para conquistar Atenas– para ponerlo más bravo, más peligroso. Y le quitamos a ese prudente salvavidas el flotador, los prismáticos, le bajamos de su torre para que su visión sea a ras de tierra. Todas esas cosas y muchas más hacemos, como el afectado por el síndrome de Diógenes que fuma en su cuarto abarrotado de colchones, de papeles, de plástico, cuando adelgazamos al Estado, cuando escuchamos los cantos de sirena de los apóstoles de la privatización, de la supresión de lo público. El Estado es nuestro salvavidas, en exceso prudente, nadador mediocre, pero es el único que acude cuando nos ahogamos. Y tenga usted por seguro que ese día llegará: una dana, un terremoto, una epidemia, un volcán, una sequía, una enfermedad…Dependeremos solo de ese Estado que nos empeñamos en destruir. El Rey nos lo ha recordado en su mensaje de Navidad. Él también actúa con prudencia, claro. El mundo parece haber tomado otra dirección, el rumbo lo marcan los mil millonarios de Trump, la ultraderecha, los que despojan a las universidades públicas, empeoran la sanidad. Pero solo el Estado recoge cadáveres en las playas. Lo de Jerjes lo cuenta Herodoto. Feliz Navidad.
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