Los planes siempre fallaron; el pasatiempo favorito de los dioses es malbaratarlos. Nada es más caprichoso, voluble e inconstante que el azar y nada más pertinaz que el loco afán de los hombres de planificar el futuro. Vivimos más en el mañana que en el ... presente, así somos. Necesitamos vislumbrar, planificar; nos gusta poner la primera piedra de una casa que nunca habitaremos.
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Pero jamás tuvimos menos mimbres que ahora para tejer esa cesta. No hay asideros, guías; todo es volátil, insustancial, delicuescente. Lejanos los tiempos –tan lejanos que ya parecen mentira– en los que una inversión en aceros suecos se podía legar a los nietos; en los que se entraba en un banco de ordenanza y se salía jubilado... Ay, las tablas de piedra de Moisés devinieron en cauchú, lo más blando que los viejos conocían.
¿Qué hacer? Imaginen que deseamos cambiar de coche. ¿Cuál comprar? ¿Eléctrico, gasolina, híbrido, diésel...? Ni idea, ni puñetera idea.
A los agricultores, en sus tierras –el ciego sol, la sed y la fatiga por la terrible estepa castellana– se les plantea la duda de si seguir labrando o arrendarlas para placas eléctricas. Cada año que pasa es más incierto que puedan seguir cultivándolas por el cambio climático. Pero, ay, sementar las fincas de aluminio... Mi hija no sabe qué estudiar y yo no sé decirle nada del mundo venidero.
Cualquier cosa que imagine, la sé equivocada. No me fío ni del hoy ni del mañana, estoy ciego y rezo para que quien nos lleve de la mano no sea un loco, como aquel que conducía al conde de Glóster, piadoso con el Rey Lear.
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