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El primer concilio ecuménico fue el de Nicea, siglo IV. Se machacó a los arrianos por poner en duda la divinidad de Jesucristo, se unificó la fecha de la Pascua y prohibió que los clérigos vivieran con mujer alguna que no fuera madre, tía o ... sobrina. Ay, las sobrinas de los curas, cuánto han hecho por el bienestar de estos. El último fue el del Vaticano II, en 1962. Desde entonces, nada de nada: días de aburrimiento. ¿Habrá algo más divertido que un buen Concilio Ecuménico? Recuerden El nombre de la rosa, de Umberto Ecco, que transcurría en un escenario parecido.
Pero el Señor es grande y misericordioso y nos envía a las monjitas de Belorado, un pueblo burgalés. Un cisma al fin, el primer cisma femenino, loado sea Dios. ¿Habrá mejor muestra de feminismo que esta rebelión de las hermanas clarisas? Reniegan de la Iglesia, de la autoridad eclesial, no reconocen autoridad alguna al papado. El último pontífice digno, dicen, fue Pío XII, aquel que mantuvo silencio durante el nazismo. Las monjitas, parece ser, reclaman poder comerciar con sus inmuebles. Venta de conventos y esas cosas. Joder, eso es más pecado que ser cátaro, ya te digo. Líos inmobiliarios aparte -las creencias hace mucho que dejaron de interesar, desde antes de Nicea-, urge convocar un Concilio, propongo el muy cercano lugar de Santo Domingo de la Calzada, para decidir qué va a ser de la gran obra de las monjas beliforanas: las trufas. ¿Qué sucederá con esos chocolates que son obra de Dios mismo? ¿Arderán en el fuego de la herejía? El mundo se arriesga a una gran pérdida. Recemos.
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