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Nos escriben cartas que nunca llegan porque, en realidad, carecen de importancia. Se cartean Sánchez y Feijóo y el uno al otro se dicen lo que quieren decirnos a nosotros. Que si la gobernabilidad, que si las reglas de la monarquía parlamentaria, que si yo ... me preocupo más que él, que yo soy mejor que él… Se cruzan mensajes que desean que escuchemos porque lo único que les importa es salvar su culo. El de Feijóo está más en peligro que el de Sánchez, pero esto de las democracias, de dar a cada persona un voto, es una vieja escopeta de feria cargada por el diablo. Apuntamos al oso de peluche y el perdigón acaba en el ojo del feriante.
Cartas esas sin importancia, que nunca nos llegan. Estamos tirados a la bartola en la playa, qué demonios es eso del gobierno, de cómo funciona la elección de presidente, de listas más o menos votadas. Estamos pensando en otras cosas, en otras cartas que no escribimos nunca, que jamás recibimos ni enviamos. En vacaciones, como en la vejez extrema –a menudo, dormidos en la playa, parecemos cadáveres– sólo nos ocupan las cosas importantes. Pensamos entonces en esa mujer –soy hetero, este artículo es muy corto para contemplar más posibilidades– que nunca tuvimos y que siempre deseamos. Tal vez hasta la hayamos amado. O la sigamos amando, quién sabe, que es tan corto el amor y es tan largo el olvido, que decía Neruda. O pensamos en el padre, que murió joven; o en nuestra madre, o un episodio de la infancia que sigue vivo. Cosas, sentimientos, deseos que nos acompañan; amores secretos, vidas que vivimos mientras ellos, los de las cartas del Telediario y los periódicos, gritan, escriben, amenazan y mienten.
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