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Cerca del edificio Dakota de Nueva York, donde fue asesinado John Lennon, hay una óptica que, con el reclamo de una fotografía suya, en blanco y negro, luciendo sus gafas redondas, lleva cuarenta y tres años vendiendo monturas. Las compran sin cristales, para guardarlas ... o para adaptarlas y en algunos momentos incluso se forman colas. Al rebufo de la oportunidad, también hay 'manteros' que venden gafas redondas con los cristales rotos y la montura pisoteada, como símbolo de su muerte. Han quitado la señal donde cayó acribillado, pero el lugar permanece en la memoria colectiva y es frecuente ver a gente mirando el suelo donde cayó acribillado y no falta un mitómano, o un portero del Dakota que, desde lejos, señala el punto exacto. En medio del bullicio, aquel trozo de asfalto es como una isla llena de miradas, en la se guarda silencio. Muchos se santiguan, lloran, besan el suelo o se agachan para acariciarlo.
Atravesando la calle, en el lado más cercano al Central Park, por donde solía pasear Lennon, le han dedicado un rincón como homenaje permanente. Es un sencillo promontorio circular en el suelo, con arabescos de teselas, coronado con la leyenda 'Imagine' y rodeado de bancos, rosales y setos. Por allí pasa una media de cinco mil personas diarias, que depositan sobre el medallón miradas, flores, cartas, canciones, poemas y pensamientos. Yo dejé una rosa blanca que compré en la misma puerta y cogí otra, roja, de tallo largo, que llevaba un papelito atado con un hilo dorado: 'I still love you' (te sigo queriendo), firmado con un beso de carmín morado.
Algunos depositan sus guitarras, flautas y violines dentro del círculo, mientras rezan o meditan, para buscar el contagio de una inspiración que no se sabe si alguna vez llegó a alguien. Los más, miran en silencio, se hacen fotos y acarician el túmulo, visiblemente emocionados.
El mito se ha desperezado y Lennon, cuarenta y tres años después, sigue vivo en su obra, en su iconografía e incluso en el recuerdo de muchos que nacieron después de su muerte.
En ese rincón del Central Park abundan las ardillas que, según dicen, gustaban mucho a Lennon, y la gente las señalan, las filman, las fotografían y ríen sus correrías porque ven en ellas la independencia del 'gafitas'. Allí, por riguroso orden de inscripción, hay siempre grupos y solistas, interpretando canciones de Lennon y de los Beatles. A veces, sobre todo en el mes de diciembre, el concierto por relevos ocupa todas las horas del día y la gente, en un círculo, tararea la canción, cogidas del brazo. Por la noche encienden mecheros y velas y, hasta que la policía lo impidió, algunos dormían allí, tal vez con la pretensión de compartir un sueño imposible.
El tipo que lo mató, con cuatro balas huecas –no seré yo el que escriba su nombre– era consciente de que asesinaba a un mito, por eso cuando el portero del Dakota le gritó: «¿sabes lo que has hecho?», se limitó a sonreír: «Si, acabo de matar a John Lennon». Como la de Gardel, Elvis o Sinatra la voz de Lennon, que no pudo ver el amanecer de enero de 1981, sigue acariciando nuestros oídos y suena cada día un poco mejor. «No llegaremos lejos, o morimos en un accidente de aviación, o nos mata algún loco» vaticinó el propio Lennon. Su obra sí, pero él no pasó de los cuarenta.
Hoy, después de dos años y medio, cierro esta ventana y pongo un «agradecido y emocionado» adiós en El Norte de Castilla. Chin, chin.
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