Me tiemblan los tobillos siempre que comparece ante los medios informativos algún experto relacionado con la Sanidad; da igual que sea ministro, director general de la OMS, virólogo de cabecera, consejero o epidemiólogo porque de todos ellos me temo lo peor, tanto si es para ... dar buenas noticias como malas. Las buenas, porque no me las creo, y las malas porque alimentan mi pesimismo ante esta aburrida pandemia. Cuando la autoridad competente, por ejemplo, eliminó la obligatoriedad de usar la mascarilla en espacios abiertos, pensé que había llegado el momento de preocuparse porque era previsible que aumentaran los contagios, tal y como está sucediendo. Me fastidia tener razón, pero el panorama casi idílico que nos habían pintado todos los cantamañanas se está yendo al carajo en apenas cinco días. Es innegable que los ciudadanos de medio mundo necesitamos con urgencia noticias reconfortantes, pero la confianza que intentan transmitirnos los responsables sanitarios se desinfla cuando se ven obligados a rectificar por culpa de las nuevas variantes, contagios, hospitalizaciones y fallecidos que frenan esa 'nueva normalidad', que se ha quedado vieja antes de entrar en vigor. Tras el éxito obtenido por los vaticinios de los que cortan el bacalao pandémico, no me extrañaría que julio se acabe pareciendo bastante a marzo. Y eso que somos legión los que seguirnos usando tapabocas en público…

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