La tienda de mi abuelo
La pluma de cristal ·
«Hemos pasado de adquirir solo lo necesario a necesitar lo superfluo, y a obtenerlo de forma compulsiva»Secciones
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La pluma de cristal ·
«Hemos pasado de adquirir solo lo necesario a necesitar lo superfluo, y a obtenerlo de forma compulsiva»En un reciente viaje a la ciudad de mi infancia, acabé frente a la que fue la tienda de mi abuelo. Así descubrí que la cestería del señor Enrique se ha convertido en uno de esos abigarrados bazares con un 'stock' tan amplio como su ... horario. Comercios que hace tiempo que dejaron de ser una novedad en nuestro paisaje urbano, hasta el punto de que nos hemos acostumbrado a llamarlos 'chinos' por la procedencia asiática de quienes, de forma casi perpetua, trabajan en ellos.
Lo ocurrido con el local de mi abuelo es una alegoría de lo que ocurre en nuestra sociedad, en que los escaparates han pasado de mostrar cestas de mimbre, elaboradas artesanalmente, a exponer un inmenso muestrario de cachivaches de plástico; unos cacharros cuyo precio es igual de reducido que su expectativa de vida. En la nueva trastienda ya no suena el martillo de mi abuelo, siempre afanado en reparar cribas, cedazos y otros utensilios que solo alguna gente mayor recuerda, sino que, en su lugar, se oye el suave rasgar del cúter, con el que se deshacen los envoltorios de cartón y de plástico que han protegido las mercancías durante su largo viaje. Plásticos que, convertidos en residuos, son el paradigma de la nueva economía.
Hace tiempo que la fabricación de gran parte de lo que necesitamos en nuestra vida urbanita dejó de ser local y que se trasladó a lugares donde el trabajo tiene todavía mucho menos valor que en nuestro mundo: donde no existen los derechos laborales, donde el trabajo infantil es imprescindible para la supervivencia familiar –al igual que lo era en España hace unas décadas–, sitios en los que la conservación del planeta no es una prioridad porque lo prioritario es subsistir.
Ocurre delante de nuestras propias narices, y no solo es que no nos demos cuenta, sino que incluso cuenta con nuestra cooperación desinteresada. Hemos conseguido que el papel central que el trabajo tenía en nuestra sociedad haya sido desbancado y ocupado por el consumo. Hemos pasado de adquirir solo lo necesario a necesitar lo superfluo, y a obtenerlo de forma compulsiva. Y en este caldo crece la quincalla del 'low cost', el baratillo de la ropa, de la comida sin marca, del móntese usted su mueble –¿se han parado a pensar qué similares son en el fondo estas grandes tiendas y el bazar que sustituyó a la tienda de mi abuelo?–.
Lo malo es que quienes compran en ellas no lo hacen mayoritariamente por capricho, sino que la precariedad laboral aboca a la mayor parte de la gente a necesitar este tipo de productos y de comercios. Un modelo de vida que a su vez derrumba los salarios, cerrando la espiral perversa que condena a una buena parte de nuestra sociedad; a unos, porque no tienen más remedio, y a otros, por puro papanatismo consumista. Y todo muy relacionado con el paulatino sacrificio de puestos de trabajo que se ha hecho al dios capital; un sacrificio cruento cometido por sus sacerdotes, que están preocupados únicamente por la maximización de los beneficios, sin importarles ni las condiciones en las que vive la gente, ni el efecto que esta forma de actuar tiene en este planeta cada vez más moribundo. Ante esto solo cabe resistir, pero la lucha no puede ser individual, sino que tiene que ser colectiva y de clase.
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