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Los lectores de periódicos que tengan el buen gusto de dejar en sus dedos el poso suave de la tinta, aún fresca, cada mañana, o quienes naveguen por las ediciones digitales de los diarios, deberían tomar una infusión relajante ante lo inquietante de los contenidos ... con los que tienen que enfrentarse. Son estos tiempos recios –como diría Vargas Llosa, parafraseando a Teresa de Jesús–, momentos convulsos, en los que la prosa descriptiva provoca un desasosiego proveniente del esencial papel del periodismo como espejo de la sociedad.
No resulta tranquilizador saber que el futuro gobierno de España está en almoneda, y escuchar al presidente del Círculo de Empresarios que «si los dos grandes partidos de este país», el PSOE y el PP, «no llegan a un acuerdo, lo mejor es pensar en unas terceras elecciones», que se celebrarían a finales de marzo. Tampoco lo es leer a otro empresario de éxito como Antonio Catalán, afirmar que «lo mejor que se le puede pedir a esta legislatura es que sea corta». Se trata de manifestaciones efectuadas por actores de la económica real, que temen que las medidas económicas que puedan adoptarse por exigencia de Podemos acaben destruyendo más puestos de trabajo y provocando la deslocalización de empresas rumbo a otros países más estables.
El temor a una fuga de inversiones es tan real como probable, porque la política fiscal, si no se aplica de una manera razonable, termina afectando a las empresas y a las clases medias, mucho más que a los odiados «ricos», quienes siempre terminan encontrando vericuetos para proteger sus ganancias.
En el plano político, resulta igualmente inquietante el hecho de que el independentismo catalán apruebe una moción, suspendida por el Tribunal Constitucional, en la que se condena la sentencia del 1-O, se apuesta abiertamente por la autodeterminación y se reprueba a la Monarquía. Y lo es, porque se trata del colectivo con el que el aspirante Pedro Sánchez va a sentarse a negociar las bases del próximo Gobierno. Para añadir aún más vértigo a la cosa, la exigencia ineludible de ERC y sus adláteres es hacerlo en una mesa de «igual a igual», de Gobierno de España a Gobierno de la Generalitat, como si el de Cataluña fuera un Ejecutivo extranjero similar al de Francia o Alemania. Un disparate.
Si a esto añadimos que, aprovechando la circunstancia, el PNV y Podemos realizan una propuesta de nuevo Estatuto para Euskadi en el que se deja prácticamente sin competencias al Estado en el País Vasco y en el que se otorga preferencia al Derecho vasco sobre el de España, la preocupación es evidente, añadiéndole la guinda de una negociación del PSOE nada menos que con Bildu para la aprobación de los presupuestos en Navarra.
Ese preclaro estadista que se llama Gabriel Rufián se ha fotografiado desafiante, con los brazos en jarras, rodeados de sus fieles, para que la imagen subraye su afirmación de que «Sánchez está derrotado y ahora es más fácil arrastrarle a que se siente a negociar». Asumir, por parte del futuro presidente del Gobierno, que existe un «conflicto político» con Cataluña sería una indignidad que la nación no se podría permitir.
Es legitimo dialogar, negociar y buscar consensos, dentro de la endiablada aritmética que arrojaron las urnas el pasado 10 de noviembre. Pero la dignidad del Estado, de sus instituciones y de la política del país debe de estar por encima de ambiciones personales que nos sitúan, sin ninguna exageración retórica, al borde mismo de un abismo cuyas consecuencias ojalá no tengamos que lamentar.
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