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Los habituales del Campo Grande recuerdan que las ardillas llegaron, discretamente, hace ya muchos años. Pero, al principio, apenas llamaron la atención. Eran pocas, y ... se guarnecían en las frondosidades del jardín. Hoy, sin embargo, se han convertido casi en las dueñas del paisaje, desplazando en popularidad a los pavos reales con sus juegos nerviosos, inquisitivos y pizpiretos.
Esta semana volví al jardín de mi infancia y pude comprobarlo. Con volver quiero decir volver con atención, no pasar por allí a la carrera, pensando en una y mil cosas. Volví y miré. Y saboreé de nuevo el delicado placer de lo umbrío, y me reencontré con esos rayos de sol que se filtran por entre las hojas, espejueleando el ambiente. Y, al volver así, tomé conciencia de las ardillas. Que están por todas partes.
Sorprendido por lo mucho que se parecen estos animalillos a los dibujados por Walt Disney, me detuve a mirarlos. Los habituales del jardín ya saben lo que sigue: una ardilla se acercó, me miró con atención, elevándose sobre sus pies, como dispuesta a iniciar una conversación, y, ante mi sorpresa, se lanzó a trepar por mi pierna. Como, desconcertado, no la hiciera caso, se marchó. Pero poco después se presentó otra y se repitió la escena. «Las hemos acostumbrado mal y esperan que las vayamos a dar de comer», me reconoció una veterana, mientras otro animalillo comía sin pudor de su palma, cual bebé que se amamantara de su mano.
Disfruté con estos simpatiquísimos roedores, con sus nerviosos ires y venires, y sus triquiñuelas de niño caprichoso. No puedo negarlo. Pero, cuando me marchaba, se me impuso de nuevo la señorial presencia de los pavos reales. Pese a las apariencias, me percaté de que eran más discretos que las ardillas. No eluden la presencia humana, y, llegado el caso, incluso se prestan a ofrecer el espectáculo gratuito de sus plumas, pero no van por ahí vanagloriándose a todas horas. No son invasivos, ni truhanes.
Aprecié su elegancia, que ha estado ahí, acompañándome desde siempre, decorando con su hermosura el Campo Grande. Y me pareció que con ellos podía estar pasando ahora como con tantas otras cosas. Que perdemos interés por lo que creemos ya sabido, en favor de la novedad. Que nos atraen más los que parecen dinámicos, que los que saben quedarse quietos. Que vemos con simpatía a los caraduras que invaden nuestro espacio personal con desparpajo, frente a quienes saben estar y respetan las distancias personales. Que nos dejamos distraer por el trajín, incapaces de apreciar el sosiego. Temo que el nuestro sea el tiempo de las ardillas. Pero necesitamos volver a apreciar la sobria y calmada belleza de los pavos reales.
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