Los últimos soldados norteamericanos acababan de marcharse. Y, por si quedaba alguna duda, lo que podría llamarse el 'desfile de la victoria' de los talibanes en Kabul puso de manifiesto varias cosas: ellos no han cambiado, el mundo sí; por mucho que les convenga parecer ... más moderados –y sus propios enemigos asuman esa falacia– no estaban dispuestos a perder la oportunidad de escenificar su triunfo sobre un modelo de sociedad que odian; el hecho de que en la parada pseudo-militar de las fuerzas vencedoras figuraran quienes llevaban chalecos explosivos o no faltaran coches-bomba suponía una explícita declaración de la identificación del nuevo gobierno con prácticas terroristas. En suma, todo ello constituía una demostración innegable de que el mal existe. Así como de que la maldad se ha encarnado –ahora– en los oscuros y despiadados personajes que gobiernan Afganistán.
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Dejando a un lado la vieja cuestión teológica de la presencia del mal en el mundo, otra consideración sobre un problema de índole antropológica emerge de las noticias e imágenes que nos han llegado de aquel país recientemente: ¿Habrían de servir las diferencias culturales para justificar o dar una explicación de lo que ocurre en tierras afganas? Y, más allá de esto, ¿deberíamos permanecer en Occidente al margen de tales sucesos o preocuparnos profundamente por el restablecimiento de un régimen que hace pública apología del fanatismo, la desigualdad y el terror? El asunto no es baladí. Atañe –en cuanto caso o ejemplo de actualidad– a un género de discusiones de amplio recorrido histórico y que, aun consistiendo en un tema nada ajeno a la antropología, con frecuencia ha sido obviado (o se le ha preferido ignorar) por tantos estudiosos de esta disciplina. ¿Y por qué? –quizá se pregunten los lectores–.
Para entenderlo, hay que remontarse a mediados del siglo XIX, cuando prevalecía el esquema evolucionista de Morgan conforme al cual todas las sociedades habrían de atravesar una serie de fases o estadios, desde los más primitivos y salvajes a la civilización, pasando por la barbarie. Pero, luego, se fue comprobando que esto no tenía que ser necesariamente así. A la vez que resultaba evidente el trasfondo etnocentrista de tal teoría, ya que el paradigma civilizatorio al cual se tomaba como modelo era, por supuesto, el de los países occidentales y –especialmente– las naciones colonialistas. Basándose en ello, éstas –al modo que en su día hizo el imperio romano– se arrogarían el derecho a conquistar, supervisar o explotar los «pasos hacia la civilización» en otros territorios.
De ahí que, tras haber quedado desmontada la estrategia oculta en la teoría, predominara durante mucho tiempo entre los antropólogos y otros científicos sociales el afán por hacer patente una exquisita neutralidad ante las diferencias culturales y los comportamientos ligados a ellas. Lo que, en principio, parece ser un principio razonable. Aunque los conflictos surjan cuando se pretende comprender cómo y por qué algo es asumido como mejor, más preferible o deseable y –en suma– más valioso que otra cosa. Cuando –según señaló Graeber siguiendo a Kluckhohn– se empieza a «ver las culturas no sólo como formas diferentes de percibir el mundo, sino como formas diferentes de imaginar cómo debería ser la vida: como proyectos morales». Y hay que decir, esto acaece inevitablemente. Lo primero y lo segundo son cosas que no se pueden separar: toda cosmovisión implica también una reprobación de determinadas prácticas y un deseo de imponer cómo no debe –y debería– ser la realidad en el futuro.
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Por lo que, dado que la regresión y degradación se muestran tan factibles o posibles a lo largo de la historia como la evolución y el progreso, la disyuntiva es clara: dejar que las cosas simplemente sucedan, 0aceptando que el horror, la injusticia y la explotación forman parte de la humanidad o esforzarse en conocer y potenciar los valores contenidos en la condición humana. Pero, para reivindicar esta última opción, tendremos que dar por válido que existen unos valores universales dignos de ser defendidos. Lo que gentes como los talibanes jamás admitirán.
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